Libertades

La aprobación reciente de la denominada ley antigay en Uganda por parte de su presidente, Yoweri Museveni, ha sido la gota que ha colmado el vaso no solo para este colectivo sexual universal, sino también para una gran parte del activismo social, siempre vigilante (un alivio), especialmente sensibilizado con este derecho a la libertad individual de cada cual. Y no es para menos. De los 54 países que conforman África, al menos en 38, más de la mitad, la homosexualidad está perseguida, incluso en algunos con la pena de muerte, como en la vecina Mauritania. Se trata de una incidencia alta de este fenómeno si se tiene en cuenta que a nivel mundial son 78, de 193, las naciones que criminalizan en sus leyes las relaciones del mismo sexo entre adultos, si bien con casos tan anacrónicos como el de Rusia. Lo que está claro a estas alturas es que el derecho a los derechos humanos propugnados por la comunidad mundial en la Declaración de las Naciones Unidas no es para nada mayoritario en el planeta, en unas proporciones que suelen coincidir precisamente con otros factores paralelos, como son el desarrollo económico y, por tanto, social de las dos terceras partes de una Humanidad, que parece avanzar sospechosamente de forma asimétrica al resto. Llama la atención que a menudo la represión institucional venga acompañada de coacciones a grandes sectores de la comunidad, como ha ocurrido en la propia Uganda, donde también se castiga a aquél o aquella que no delate a quien en su círculo familiar o de amistades pudiera responder al perfil difuso de esta diversidad sexual. De hecho, un periódico de Kampala ha publicado de inmediato una lista con los nombres de un centenar de homosexuales elevando así el clima a niveles terroríficos. Es tal la virulencia de esta persecución en el continente que el Premio Nóbel de la Paz sudafricano Desmond Tutú no ha dudado en comparar este drama con la liquidación de las minorías por parte de los nazis. Ni se me ocurre poner en cuestión a estas alturas la razón fundamental para que las ligas, colectivos y demócratas de todos los rincones del mundo griten consignas y desplieguen banderas multicolores (incluso he visto alguna infografía en la que aparece la silueta del continente envuelta en la enseña del movimiento homosexual), pero personalmente no desligo esta cuestión del desfase pleno que África tiene en todos los sentidos respecto a las sociedades desarrolladas debido a sus siglos de primitivismo. Una vez más entiendo que no llegamos a asimilar la realidad de una situación que nos sobrepasa y que está en manos de un destino que tiene mucho que ver con las aperturas de todas las fronteras para universalizar el progreso y la convivencia de todas las libertades.

Murallas


El nombre de la ciudad autónoma de Ceuta ha copado estos días la actualidad en nuestros medios a través de ríos de tinta, discursos diarreicos y no pocas sobreactuadas lágrimas. Reconozco que muchas veces me ha pedido el cuerpo cambiar de canal o pasar la página porque he sentido literalmente nauseas. Y también remordimiento por sentirlas. Así que he patinado encima de tanta expresión vacua, he huido de la hipocresía y he cortado el conducto. Y lo digo secamente. Porque pienso que, con el ruido del ventilador mediático, donde el rigor, la deontología profesional y los principios del oficio periodístico han pasado de moda para dar credibilidad a todo tipo de intereses en el que la verdad termina siendo la bola del trilero; esa repentina compasión por los cuerpos de una quincena de desarrapados relegados al ostracismo es como un terrón de serrín. En unas pocas horas los desfalcos, las tramas bancarias, los trabalenguas independentistas, las zancadillas partidarias, las trifulcas petroleras, los agravios turísticos y los dioses futboleros volverán a llenar de colorido nuestra rutina cotidiana, eso, claro, si no hay nuevos acontecimientos en las fronteras del sur, que los habrá. El mundo que hemos creado entre todos no se arregla en 24 horas, y si muchos de los que ahora se rasgan las vestiduras por la brutalidad policial en la frontera africana española imaginaran que solo se trata de la espuma de una gran masa humana que se desborda para no morir, y no de la anécdota de unos cuantos cientos de negros que esperan una oportunidad desde sus refugios improvisados en los montes marroquíes, quizás abogarían por exigir a nuestras autoridades invertir allí donde la pobreza se engulle a sí misma y no en frágiles vallas de cinco metros y en policías imposibles, convertidos en juguetes en medio de una marea desbocada por los vasos comunicantes del equilibrio mundial. Antes eran las costas de Canarias, con el trasiego incesante de las pateras, con las olas infames de la muerte, las que recibían las señales. Hoy, con las maniobras ilusas de la compra de voluntades en los países vecinos, la corriente vital ha buscado y hallado una nueva salida a través del Estrecho, un líquido que no está formado por el rostro de una quincena de víctimas, sino por el de todo un continente conformado por millones de personas que se aferran a la existencia. Son las acciones de la conciencia internacional las que deben cambiar el rumbo de un sistema que se empeña en ignorar la injusticia y el abuso de los débiles. Son los organismos multilaterales independientes los que deberían hacer saltar el control de un modelo atávico de relaciones humanas para encontrar el camino de la sostenibilidad, la igualdad y el sentido común. Porque al final no habrá murallas que nos salven de nosotros mismos.

Prensas

Reporteros Sin Fronteras ha publicado estos días su clasificación anual sobre la libertad de prensa en el mundo con algunos datos más que sorprendentes para África. De entrada da mucho que pensar que, en este análisis argumentado y ecuánime, tres países del continente vecino figuren por delante de la propia España, que ocupa el puesto 35 de un total de 180; como son Namibia, la primera de las naciones africanas, con el número 22, por delante de Bélgica; atención a Cabo Verde, en el 24, y Ghana, en el 27. El ranking está encabezado un año más por Finlandia, que precede a Países Bajos y Noruega, y clausurado por Turkmenistán, Corea del Norte y, el farolillo rojo, Eritrea, precisamente en el Mar Rojo, frente a Yemen, que aparece en el peldaño 167. A continuación, en el 168, constatar con tristeza que aparece Guinea Ecuatorial, nuestra exprovincia negra repudiada, que pasa por un episodio en su historia realmente triste, henchida de petrodólares y atenazada por un régimen autoritario y cleptómano que apuesta por las grandes inversiones en infraestructuras y no por el bienestar de una población de algo más de un millón y medio de personas que serían muy ricas en cualquier otro lugar del planeta. También merece una reflexión incómoda, por no decir una pitada enérgica, la vecina Marruecos, que se ha convertido en el escenario de muchos abrazos diplomáticos internacionales y, sin embargo, está situada en un vergonzoso escalón 136, por debajo de Zimbabue, el país de las cacerías de elefantes, y por encima de Libia, un estado que lucha por emerger de un galimatías tribal y del manto tenebroso del islamismo radical. Solo añadir que el reino magrebí sienta sus reales sobre una sociedad compleja, llena de aristas, que combina la remota antigüedad con los hitos de una modernidad vibrante pero todavía, hoy por hoy, excluyente y elitista. Baja 43 puestos la República Centroafricana, por motivos obvios, al 109, si bien mucho más abajo, en el 151, surgen la República Democrática del Congo, la turística y cercana Gambia (155) y Ruanda (162). De nuestro entorno nos queda Senegal, en el puesto 62, que desciende casi tres niveles desde el año pasado, y está colocada más abajo que Mauritania (60), que subió nueve puestos con mérito, dado el panorama que ha tenido que vivir por el reboso yihadista que recorre el Sahel y por sus controversias nacionales. Por su parte, la situación no mejora en Malí, que continúa cayendo hasta el 122, como también lo hacen Burkina Faso, cinco puestos (52), y Costa de Marfil (-5) (101). Al final se queda uno con las dos tendencias claras de nuestros vecinos más cercanos y con el impulso instantáneo que nos pide el cuerpo para otorgar humildemente un sobresaliente admirativo a Cabo Verde y un inapelable suspenso a un Marruecos harto represivo (sin necesidad ninguna).

La agricultura de la UA

La capital de Etiopía, Adís Abeba, acogió la semana pasada una de las dos cumbres que celebrará este año la Unión Africana (UA), con el acento puesto en la agricultura y la seguridad alimentaria. A la cita acudieron los jefes de estado y de gobiernos de casi todos los países del continente vecino, que son muchos, justo el doble de los europeos. El asunto central de este tipo de reuniones multilaterales es simplemente el pasillo de entrada a los otros muchos aspectos que jalonan la realidad de unos pueblos que conforman la asimetría de las naciones subsaharianas en el orden mundial. Si de una parte, África es un claro referente de conflictos que parecen eternos, recurrentes y reiterativos, así como de tragedias humanitarias, hambrunas y pobrezas; de otra, África también es el paradigma de los recursos naturales del planeta y foco de la atención del capital internacional, del que especula y se engrosa al margen de los equilibrios vitales colaterales. La realidad reconocida es que más del 65 por ciento de los africanos obtiene su sustento del campo, sea a través del empleo que genera o por los alimentos que produce, una actividad que contribuye además al 40% del PIB regional. El sector primario es, en un axioma ampliamente reconocido, la única vía posible para el autoabastecimiento y la solución a la dependencia inane de los africanos a la cooperación internacional, un círculo de intereses que, con el tiempo, ha revertido en fracasos sonados. La inversión de las organizaciones multilaterales y los países donantes se intenta canalizar ahora por el lado de las iniciativas empresariales, en sintonía con aquella máxima tan manida de enseñar a pescar en lugar de entregar el pez. Sin embargo, lo que parece ocurrir es que las necesidades civiles no están en la hoja de ruta de las multinacionales que tiran del orden global y que ese bucle temido de estados fallidos y naciones parias sigue orbitando como resultado de unas explotaciones que solo interesan a los poderes mundiales y a las administraciones poscoloniales corruptas, una tendencia bien aprendida de la sangría que acarrearon las prácticas abusivas en sociedades que no han participado de las transformaciones económicas dominantes y que siempre se quedaron, por una u otra razón, en la cuneta del desarrollo. La UA lo que pretende en el fondo es auspiciar un panafricanismo político y abrir el camino hacia una unidad regional con las mismas soluciones para un mismo territorio. Los representantes nacionales han tratado sobre aspectos estructurales y de funcionamiento de las labores agrícolas, pero poco se ha dicho, que se sepa, de la urgente colectivización de políticas que tiendan a defender los intereses de todos los africanos, tanto dentro como fuera del continente, para mantener a raya la voracidad de los mercados internacionales.

Paradojas


La voluntad de asumir roles es potestad de cada cual. Analizar realidades individualmente pertenece al inventario de las subjetividades hasta que estas se ponen en común y forman el cuerpo de un hecho constatado. Lo digo porque a veces desconcierta la contumacia que se da entre algunas personas que se acercan a África para comprender lo que ocurre allí con rastros a menudo insuficientes del entramado paradójico con el que nos encontramos, por muchas razones, entre ellas, por su diversidad. También a veces puede uno mismo pretender erigirse de manera ilusoria en defensor a ultranza de amplios colectivos que padecen marginación sin elementos de peso para emitir un juicio en uno u otro sentido. Claro que, por esa senda voluntarista, podemos intentar explicar la resistencia de algunas comunidades que parecen ingresar en el modelo desarrollista del todavía primer mundo para, a la curva siguiente, frenar en seco y terminar en la cuneta de lo que llamamos en Occidente el progreso. Incluso los apocalípticos del africanismo pueden llegar a amplificar las hambrunas, las guerras y los tics autoritarios inconscientemente para convertirlos en estigmas de la maldad humana, otro de nuestros altares más venerados. Y no es cuestión de dejar pasar el escaparate dramático tan nítido que brinda un escenario así, aunque olvidemos que en las murallas de nuestras ciudades, de nuestra justicia ciega y de nuestros valores democráticos, hay grandes capas de miseria y seres humanos que chocan cada día contra la indiferencia del capital. Lo cierto es que pienso que África no necesita que nadie la defienda de nada, como que tampoco es posible abogar con éxito por la sostenibilidad ambiental en medio de un modelo dominante que adora el consumo. El continente negro parece responder a la multiplicidad de sus caminos y creencias y también de sus características geográficas y climáticas, como ocurre de otra manera con los pueblos del norte gélido del planeta, que deben defenderse del medio hostil a través de la inventiva (industria). La fisonomía humana de África, plácida muchas veces, permite contrastes tan llamativos como contrapuestos y convivir entre la más rabiosa modernidad y el primitivismo más remoto. Cabe preguntarse entonces si el organismo esférico que habitamos necesita de un territorio como este, inabarcable en todos los sentidos, incalificable absolutamente e imprevisible casi siempre. No es descartable la posibilidad de que el anacronismo africano sea a la vez el problema y la solución de un mundo que no sabe bien hacia dónde camina, como tampoco que las civilizaciones supervivientes puedan responder a un equilibrio oculto que nos permitió sortear las grandes crisis históricas para seguir aún confiando en el mañana.