La manipulación de los
asuntos públicos es un hecho con el que convivimos ya con total naturalidad en
las sociedades desarrolladas. Se podría decir que nos hemos acostumbrado a
mirar debajo de las alfombras por precaución cada vez que se produce una
afirmación que nos atañe directa o indirectamente.
Estimo personalmente que un
titular de un periódico difícilmente es creíble plenamente hoy en más de un 30 o
40 por ciento de las veces, como frontispicio de una secuencia de valores o
intereses cocinados frecuentemente entre palabras ambiguas, sentidos oblicuos o
matices a medias. Nos solemos dar de cara contra titulares maximalistas que
desembocan a menudo en una balsa de líneas procelosas que buscan, consciente o
inconscientemente, desorientar al lector para simplemente, o simplonamente,
llevarlo al punto que el comunicador quiere.
Resumiendo, la noticia pierde a
pasos agigantados credibilidad, quizás como reflejo del descrédito del resto de
los estamentos sociales, entre los que destacan, como paradigma de la cosa, la
política y los políticos, que retuercen a uno el estómago solo con oírles
hablar como loros.
Es tiempo pues de grandilocuencias, aspavientos y
exclamaciones en las que el factor publicitario obsesivo ha pasado de la
anécdota superficial a formar parte del tuétano del mensaje informativo de una
manera casi indivisible. Es tiempo de sentencias tajantes y afirmaciones
vacuas cargadas de intención. Es tiempo de magias potagias llevadas al paroxismo
de lo cotidiano y, lo que es más preocupante, al terreno de la verdad pura.
Muchos
recordamos todavía que la mentira fue un escarnio para quien era descubierto
con ella a cuestas, y la palabra dada, un sello potente avalado por la integridad
publica del que la entregaba. Hoy no. Ese crédito se evaporó y, por si fuera
poco, han emergido mientras tanto las redes y otras medianías de internet, de
tal forma que el guirigay es ya un ruido ensordecedor que se desparrama por las
barranqueras del lenguaje.
Por eso me parece muy peligrosa la ligereza con la que
comienza a hablarse de asuntos tan importantes como el tercer mundo o, mucho
más cerca, África, donde para no pocos enciclopédicos del “post” la inmensa mayoría
de los gobernantes son sátrapas, dictadores o asesinos, cuando no brutos,
mafiosos, traficantes y gentes de mal vivir: la hez del planeta. Y es que no cabe
mayor peligro que la verdad edificada sobre la ignorancia, sobre todo cuando atañe
a comunidades en desarrollo que intentan avanzar en este mundo de intereses falsos
que hemos creado sin dejar de lado los valores originales que ya nosotros ni
recordamos.
¿Kentuky?
Miles de expertos y
productores agrícolas se reunieron esta semana en Frankfort, la capital del
estado norteamericano de Kentuky, para debatir sobre los horizontes del sector
primario en el mundo. Esta cita con la reflexión y el intercambio de
información y criterios bajo el epígrafe de “El futuro del agro” no es nueva
porque que se trata de la edición número treinta del foro, por lo que cabe
interpretar que el simposio ha visto pasar en tres décadas ya muchos acontecimientos
relacionados con las disciplinas del campo, como, sin ir más lejos, la
progresiva capacitación, competitividad y empuje de Sudamérica en las labores
de la tierra.
Allí, en esa ciudad estadounidense de cultivos, ganados y caballos, parece ser que, aparte de que volaron muchos datos entre los empresarios, científicos y técnicos de más de 60 países, incluidos China y los denominados “tigres asiáticos”, al final tuvieron que girar unánimemente la cabeza hacia África. Y lo hicieron porque cada vez emerge con más fuerzas las características de un continente que alberga el 60 por ciento de las tierras cultivables no explotadas del planeta y en el que el 50 por ciento de su población es menor de 25 años, aparte de que la ONU predice que para 2050 las regiones subsaharianas habrán aumentado su generación de alimentos hasta un 60 por ciento, mientras que Iberoamérica tendrá que conformarse “solamente” con un incremento del 40%.
Casualidad o no, una de las estrellas invitadas más celebradas este año fue la nieta del artífice de la Revolución Verde de los años 60 del pasado siglo, Norman Borlaug, a quienes muchos denominaron como “el hombre que salvó mil millones de vidas” porque innovó para obtener hasta cinco veces más producción que la que se lograba con los métodos tradicionales, aplicando nuevas prácticas, como los monocultivos y mucha agua, fertilizantes y plaguicidas, que sirvieron para sacar a países como India de una hambruna casi masiva en aquellos tiempos, eso sí, con las correspondientes críticas conservacionistas que siguen formulándose todavía hoy contra su hazaña.
Al concluir la multitudinaria reunión, la mayor parte de los asistentes debieron salir de allí seguramente rumiando la misma premonición que la de un paisano yankee afincado en Ghana, un tal Evans, que dijo en alto que África es la “próxima frontera” para la producción agropecuaria, si bien con la coletilla consabida de la difusión de los medios de comunicación y su regusto por las noticias trágicas. El último ponente, que era chino, el señor Wenge, apostilló que lo importante son los recursos naturales y que de eso el continente negro tiene mucho. Toda una declaración de intenciones de dos exponentes de las dos grandes potencias mundiales. ¿O no?
Allí, en esa ciudad estadounidense de cultivos, ganados y caballos, parece ser que, aparte de que volaron muchos datos entre los empresarios, científicos y técnicos de más de 60 países, incluidos China y los denominados “tigres asiáticos”, al final tuvieron que girar unánimemente la cabeza hacia África. Y lo hicieron porque cada vez emerge con más fuerzas las características de un continente que alberga el 60 por ciento de las tierras cultivables no explotadas del planeta y en el que el 50 por ciento de su población es menor de 25 años, aparte de que la ONU predice que para 2050 las regiones subsaharianas habrán aumentado su generación de alimentos hasta un 60 por ciento, mientras que Iberoamérica tendrá que conformarse “solamente” con un incremento del 40%.
Casualidad o no, una de las estrellas invitadas más celebradas este año fue la nieta del artífice de la Revolución Verde de los años 60 del pasado siglo, Norman Borlaug, a quienes muchos denominaron como “el hombre que salvó mil millones de vidas” porque innovó para obtener hasta cinco veces más producción que la que se lograba con los métodos tradicionales, aplicando nuevas prácticas, como los monocultivos y mucha agua, fertilizantes y plaguicidas, que sirvieron para sacar a países como India de una hambruna casi masiva en aquellos tiempos, eso sí, con las correspondientes críticas conservacionistas que siguen formulándose todavía hoy contra su hazaña.
Al concluir la multitudinaria reunión, la mayor parte de los asistentes debieron salir de allí seguramente rumiando la misma premonición que la de un paisano yankee afincado en Ghana, un tal Evans, que dijo en alto que África es la “próxima frontera” para la producción agropecuaria, si bien con la coletilla consabida de la difusión de los medios de comunicación y su regusto por las noticias trágicas. El último ponente, que era chino, el señor Wenge, apostilló que lo importante son los recursos naturales y que de eso el continente negro tiene mucho. Toda una declaración de intenciones de dos exponentes de las dos grandes potencias mundiales. ¿O no?
Rostros
"Si educas a un niño
preparas a un hombre, si educas a una niña preparas un pueblo".
Con esta bonita máxima, dicen que de algún lugar del continente cercano, finalizaba el pasado jueves la presidenta del Fondo Monetario Internacional, Christine Lagarde, su intervención en el foro denominado “África en Progreso. Construyendo el futuro”, en Maputo, la capital de Mozambique, apenas unas horas después de que la institución reguladora multilateral emitiera su último informe de recomendaciones para España, un nuevo decálogo, calcado de otros anteriores, impregnado de la doctrina ultraliberal acostumbrada, que es el santo y seña de este organismo mundial, pero también del resto de los creados a través de los Acuerdos de Bretton Woods (1944), pactados a capella entre Estados Unidos y el Reino Unido para reconstruir la Europa de los consumidores tras la Segunda Guerra Mundial. Y así seguimos.
Lo cierto es que la bronceada política francesa lamentaba que la riqueza en los países africanos se concentrara en pocas manos, pues supone, dijo, el principal obstáculo para aspirar a un nuevo futuro en el continente, o que los beneficios de las industrias de extracción de materias primas locales no consiguieran llegar a la población, o que no se debe construir la casa sin pensar en la gente que la habita.
Con todo ello podría haber entonado la presidenta del FMI ese “mea culpa” nunca pronunciado, pero ha preferido envolverlo, como siempre, en la parábola buenista de turno y en el paternalismo, en este caso maternalismo, de una persona que vive de lleno en la cima de ese selecto club de ejecutivos de alto rango, con unos emolumentos que harían las delicias de cualquier banquero, y parapetada tras un racimo de intereses, al socaire de esa falta de valores que ha ido a denunciar en uno de los estados prototipos de todo lo que aparenta denostar y en el que seguramente se hospeda a cuchillo y tenedor, codo con codo, con las autoridades locales.
Y es que la hipocresía del sistema económico mundial ya no da para más en esos rostros de piedra, mentirosos y podridos, que recuerdan a los del estadounidense Monte Rushmore, por enormes y duros. La señora Lagarde vino a sustituir a otro compatriota, el otrora orgiástico y delincuente peligroso Dominique Strauss Kahn, que estuvo a cargo de los mismos hilos de guante blanco que tanto contribuyen hoy en día a mantener vivo el soplete de la pirámide capitalista, un sistema que no solo asfixia ya al denominado tercer mundo, sino a la misma Europa de los derechos humanos.
Ellos junto a los banqueros sí que educan a sus hijos, faltaba más, aunque en colegios elitistas prohibitivos en los que les enseñan cómo mantener cerrado, generación tras generación, el círculo de la usura.
Con esta bonita máxima, dicen que de algún lugar del continente cercano, finalizaba el pasado jueves la presidenta del Fondo Monetario Internacional, Christine Lagarde, su intervención en el foro denominado “África en Progreso. Construyendo el futuro”, en Maputo, la capital de Mozambique, apenas unas horas después de que la institución reguladora multilateral emitiera su último informe de recomendaciones para España, un nuevo decálogo, calcado de otros anteriores, impregnado de la doctrina ultraliberal acostumbrada, que es el santo y seña de este organismo mundial, pero también del resto de los creados a través de los Acuerdos de Bretton Woods (1944), pactados a capella entre Estados Unidos y el Reino Unido para reconstruir la Europa de los consumidores tras la Segunda Guerra Mundial. Y así seguimos.
Lo cierto es que la bronceada política francesa lamentaba que la riqueza en los países africanos se concentrara en pocas manos, pues supone, dijo, el principal obstáculo para aspirar a un nuevo futuro en el continente, o que los beneficios de las industrias de extracción de materias primas locales no consiguieran llegar a la población, o que no se debe construir la casa sin pensar en la gente que la habita.
Con todo ello podría haber entonado la presidenta del FMI ese “mea culpa” nunca pronunciado, pero ha preferido envolverlo, como siempre, en la parábola buenista de turno y en el paternalismo, en este caso maternalismo, de una persona que vive de lleno en la cima de ese selecto club de ejecutivos de alto rango, con unos emolumentos que harían las delicias de cualquier banquero, y parapetada tras un racimo de intereses, al socaire de esa falta de valores que ha ido a denunciar en uno de los estados prototipos de todo lo que aparenta denostar y en el que seguramente se hospeda a cuchillo y tenedor, codo con codo, con las autoridades locales.
Y es que la hipocresía del sistema económico mundial ya no da para más en esos rostros de piedra, mentirosos y podridos, que recuerdan a los del estadounidense Monte Rushmore, por enormes y duros. La señora Lagarde vino a sustituir a otro compatriota, el otrora orgiástico y delincuente peligroso Dominique Strauss Kahn, que estuvo a cargo de los mismos hilos de guante blanco que tanto contribuyen hoy en día a mantener vivo el soplete de la pirámide capitalista, un sistema que no solo asfixia ya al denominado tercer mundo, sino a la misma Europa de los derechos humanos.
Ellos junto a los banqueros sí que educan a sus hijos, faltaba más, aunque en colegios elitistas prohibitivos en los que les enseñan cómo mantener cerrado, generación tras generación, el círculo de la usura.
Cruzados
Hay acontecimientos que
afloran a modo de oxímoron, es decir, extremos que se unen para conformar un
significante, y lo cierto es que no se me ocurre otro término mejor para explicar
cuál es mi sensación de lo que está pasando con el islamismo y su
interpretación por parte de algunos elementos de este país.
A pesar de que el yihadismo viene irrumpiendo con fuerza en diversos estados africanos y orientales desde hace años, sobre todo cuando la bota bélica occidental rompe las murallas de contención tradicionales para darle paso, sí que ha trascendido con especial fuerza el secuestro de más de 200 niñas en Nigeria por parte de la guerrilla de Boko Haram, un nombre que muy pocos conocían hasta lo ocurrido hace unas semanas.
La escena ha abierto en carnes a la comunidad virtual internacional desde los parlamentos y consejos nacionales hasta las alcobas de los presidentes en forma de saeta de fuego, como ha sucedido con la señora Obama o con la esposa del propio jefe del estado nigeriano, Goodluck Jonathan, unas primeras damas que han espoleado una reacción que, al grito de “#Bring Back Our Girl”, ha copado la actualidad mundial y desencadenado multitud de testimonios solidarios. Así que las figuras públicas femeninas han somatizado lo que sentirían por sus propias hijas y nietas y han movilizado en tiempo record lo que muchas veces cuesta años de chirridos de la maquinaria justiciera universal, poco dada a empresas altruistas.
Nada tengo contra este particular, todo lo contrario, pero sí que me pide el cuerpo reflexionar en alto sobre esa contagiosa campaña del estilo “salvar a Wally” cuando eso está ocurriendo a diario en muchas regiones invisibles y lo que se cuece por debajo es bastante más complejo que el mundo de yupy, la bella y la bestia o el bueno, el feo y el malo, y tiene mucho que ver con el modelo global que construimos y que genera miseria e incultura por doquier.
Oía estos días en una emisora nacional de empuje un debate entre prominentes invitados que barruntaban sobre el islamismo radical y metían en el mismo saco a los más de mil millones de fieles que congrega esta confesión. Es más, aseguraban que el objetivo de la religión musulmana es exterminar a los cristianos de una manera obsesiva.
Parece ser pues que el extremismo de Oriente despierta al de Occidente y nos transportan juntos a los tiempos aquellas fanáticas cruzadas en las que la vieja Europa sancochó a moros y árabes de todo pelaje. Cualquiera que haya estado en África podrá aclararles a estos santos inquisidores que la mayor parte de los seguidores del Corán del continente negro son educados, compasivos, pacíficos y amantes de tolerancia, la paz y la naturaleza, tanto como para darnos lecciones de convivencia mientras oran mirando hacia La Meca.
A pesar de que el yihadismo viene irrumpiendo con fuerza en diversos estados africanos y orientales desde hace años, sobre todo cuando la bota bélica occidental rompe las murallas de contención tradicionales para darle paso, sí que ha trascendido con especial fuerza el secuestro de más de 200 niñas en Nigeria por parte de la guerrilla de Boko Haram, un nombre que muy pocos conocían hasta lo ocurrido hace unas semanas.
La escena ha abierto en carnes a la comunidad virtual internacional desde los parlamentos y consejos nacionales hasta las alcobas de los presidentes en forma de saeta de fuego, como ha sucedido con la señora Obama o con la esposa del propio jefe del estado nigeriano, Goodluck Jonathan, unas primeras damas que han espoleado una reacción que, al grito de “#Bring Back Our Girl”, ha copado la actualidad mundial y desencadenado multitud de testimonios solidarios. Así que las figuras públicas femeninas han somatizado lo que sentirían por sus propias hijas y nietas y han movilizado en tiempo record lo que muchas veces cuesta años de chirridos de la maquinaria justiciera universal, poco dada a empresas altruistas.
Nada tengo contra este particular, todo lo contrario, pero sí que me pide el cuerpo reflexionar en alto sobre esa contagiosa campaña del estilo “salvar a Wally” cuando eso está ocurriendo a diario en muchas regiones invisibles y lo que se cuece por debajo es bastante más complejo que el mundo de yupy, la bella y la bestia o el bueno, el feo y el malo, y tiene mucho que ver con el modelo global que construimos y que genera miseria e incultura por doquier.
Oía estos días en una emisora nacional de empuje un debate entre prominentes invitados que barruntaban sobre el islamismo radical y metían en el mismo saco a los más de mil millones de fieles que congrega esta confesión. Es más, aseguraban que el objetivo de la religión musulmana es exterminar a los cristianos de una manera obsesiva.
Parece ser pues que el extremismo de Oriente despierta al de Occidente y nos transportan juntos a los tiempos aquellas fanáticas cruzadas en las que la vieja Europa sancochó a moros y árabes de todo pelaje. Cualquiera que haya estado en África podrá aclararles a estos santos inquisidores que la mayor parte de los seguidores del Corán del continente negro son educados, compasivos, pacíficos y amantes de tolerancia, la paz y la naturaleza, tanto como para darnos lecciones de convivencia mientras oran mirando hacia La Meca.
Racismo de plátanos
La semana nos ha dejado
una anécdota cuando menos curiosa. Un plátano, un campo de fútbol de la
Península y un balón han recorrido los medios de comunicación y redes sociales de
medio mundo para ir a parar a otra cancha, esta vez, de baloncesto, en Estados
Unidos. La burda coincidencia entre ambos episodios ha sido el racismo o, lo
que es lo mismo, el rechazo del otro por ser diferente. Y si es difícil encajar
que en un país con la historia de España surjan todavía estos brotes xenófobos,
todavía debe serlo más que ocurra en aquél que precisamente tiene un presidente
negro y que atesora una larga lucha contra esta lacra plagada de sucesos de
sobra conocidos por todos.
Ha sido un alivio que la unidad de acción y la complicidad no se hayan hecho esperar, posiblemente avivada por las nuevas tecnologías, y que en muchos lugares alguien se haya comido simbólicamente un plátano, ojalá que canario, para alinearse con el jugador del Barcelona que inició espontáneamente esta cadena reivindicativa, eso sí, espoleado por un aficionado al que apenas le hemos visto la cara y que quizá no tiene el nivel intelectual o la cultura necesaria para sopesar su atrevimiento. Al otro lado del Atlántico, el patrón de un equipo de baloncesto advertía con la boca torcida a su pareja que no trajera negros a su pabellón. Horas después, se quedaba sin su club, recibía una multa millonaria y el desprecio de sus propios jugadores, que depositaron sus camisetas sobre el parqué y desataron otra ola de solidaridad en un deporte sostenido precisamente por una amplia mayoría de figuras de esa raza.
Hasta aquí solo cabe celebrar esta reacción multitudinaria, aunque también puede uno preguntarse si en realidad ahí se acaba todo y si a partir de ahora vamos a ser todos mejores personas por el hecho de haber repudiado a ambos personajillos. La respuesta en mi opinión es que no y que se trata a lo sumo de uno de esos bucles que remontan a una velocidad endiablada el espacio mediático, que producen consecuencias amargas inmediatas a sus protagonistas y que, con la misma rapidez, será olvidado al cabo de las horas.
Pienso que la verdadera xenofobia sigue escalando posiciones en el mundo en forma de fronteras, vallas y élites cada vez menos numerosas pero más blindadas que crean los compartimentos estancos que producen el odio y el desequilibrio no solo ya racial, sino humanitario, cuando no climático, que nos pone a todos a los pies de los caballos. Creo que la verdadera intolerancia se hace cada día más fuerte en un planeta en el que la razón ha sido secuestrada sistemáticamente y relegada a una simple anécdota, como la del plátano de Alves.
Ha sido un alivio que la unidad de acción y la complicidad no se hayan hecho esperar, posiblemente avivada por las nuevas tecnologías, y que en muchos lugares alguien se haya comido simbólicamente un plátano, ojalá que canario, para alinearse con el jugador del Barcelona que inició espontáneamente esta cadena reivindicativa, eso sí, espoleado por un aficionado al que apenas le hemos visto la cara y que quizá no tiene el nivel intelectual o la cultura necesaria para sopesar su atrevimiento. Al otro lado del Atlántico, el patrón de un equipo de baloncesto advertía con la boca torcida a su pareja que no trajera negros a su pabellón. Horas después, se quedaba sin su club, recibía una multa millonaria y el desprecio de sus propios jugadores, que depositaron sus camisetas sobre el parqué y desataron otra ola de solidaridad en un deporte sostenido precisamente por una amplia mayoría de figuras de esa raza.
Hasta aquí solo cabe celebrar esta reacción multitudinaria, aunque también puede uno preguntarse si en realidad ahí se acaba todo y si a partir de ahora vamos a ser todos mejores personas por el hecho de haber repudiado a ambos personajillos. La respuesta en mi opinión es que no y que se trata a lo sumo de uno de esos bucles que remontan a una velocidad endiablada el espacio mediático, que producen consecuencias amargas inmediatas a sus protagonistas y que, con la misma rapidez, será olvidado al cabo de las horas.
Pienso que la verdadera xenofobia sigue escalando posiciones en el mundo en forma de fronteras, vallas y élites cada vez menos numerosas pero más blindadas que crean los compartimentos estancos que producen el odio y el desequilibrio no solo ya racial, sino humanitario, cuando no climático, que nos pone a todos a los pies de los caballos. Creo que la verdadera intolerancia se hace cada día más fuerte en un planeta en el que la razón ha sido secuestrada sistemáticamente y relegada a una simple anécdota, como la del plátano de Alves.
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