"Si educas a un niño
preparas a un hombre, si educas a una niña preparas un pueblo".
Con esta bonita
máxima, dicen que de algún lugar del continente cercano, finalizaba el pasado
jueves la presidenta del Fondo Monetario Internacional, Christine Lagarde, su
intervención en el foro denominado “África en Progreso. Construyendo el futuro”,
en Maputo, la capital de Mozambique, apenas unas horas después de que la
institución reguladora multilateral emitiera su último informe de
recomendaciones para España, un nuevo decálogo, calcado de otros anteriores,
impregnado de la doctrina ultraliberal acostumbrada, que es el santo y seña de
este organismo mundial, pero también del resto de los creados a través de los
Acuerdos de Bretton Woods (1944), pactados a capella entre Estados Unidos y el
Reino Unido para reconstruir la Europa de los consumidores tras la Segunda
Guerra Mundial. Y así seguimos.
Lo cierto es que la bronceada política francesa
lamentaba que la riqueza en los países africanos se concentrara en pocas manos,
pues supone, dijo, el principal obstáculo para aspirar a un nuevo futuro en el
continente, o que los beneficios de las industrias de extracción de materias
primas locales no consiguieran llegar a la población, o que no se debe
construir la casa sin pensar en la gente que la habita.
Con todo ello podría haber
entonado la presidenta del FMI ese “mea culpa” nunca pronunciado, pero ha
preferido envolverlo, como siempre, en la parábola buenista de turno y en el
paternalismo, en este caso maternalismo, de una persona que vive de lleno en la
cima de ese selecto club de ejecutivos de alto rango, con unos emolumentos que harían las delicias de cualquier
banquero, y parapetada tras un racimo de intereses, al socaire de esa falta de
valores que ha ido a denunciar en uno de los estados prototipos de todo lo que aparenta
denostar y en el que seguramente se hospeda a cuchillo y tenedor, codo con codo,
con las autoridades locales.
Y es que la hipocresía del sistema económico
mundial ya no da para más en esos rostros de piedra, mentirosos y podridos, que
recuerdan a los del estadounidense Monte Rushmore, por enormes y duros. La
señora Lagarde vino a sustituir a otro compatriota, el otrora orgiástico y
delincuente peligroso Dominique Strauss Kahn, que estuvo a cargo de los mismos
hilos de guante blanco que tanto contribuyen hoy en día a mantener vivo el
soplete de la pirámide capitalista, un sistema que no solo asfixia ya al
denominado tercer mundo, sino a la misma Europa de los derechos humanos.
Ellos junto
a los banqueros sí que educan a sus hijos, faltaba más, aunque en colegios
elitistas prohibitivos en los que les enseñan cómo mantener cerrado, generación
tras generación, el círculo de la usura.
Cruzados
Hay acontecimientos que
afloran a modo de oxímoron, es decir, extremos que se unen para conformar un
significante, y lo cierto es que no se me ocurre otro término mejor para explicar
cuál es mi sensación de lo que está pasando con el islamismo y su
interpretación por parte de algunos elementos de este país.
A pesar de que el yihadismo viene irrumpiendo con fuerza en diversos estados africanos y orientales desde hace años, sobre todo cuando la bota bélica occidental rompe las murallas de contención tradicionales para darle paso, sí que ha trascendido con especial fuerza el secuestro de más de 200 niñas en Nigeria por parte de la guerrilla de Boko Haram, un nombre que muy pocos conocían hasta lo ocurrido hace unas semanas.
La escena ha abierto en carnes a la comunidad virtual internacional desde los parlamentos y consejos nacionales hasta las alcobas de los presidentes en forma de saeta de fuego, como ha sucedido con la señora Obama o con la esposa del propio jefe del estado nigeriano, Goodluck Jonathan, unas primeras damas que han espoleado una reacción que, al grito de “#Bring Back Our Girl”, ha copado la actualidad mundial y desencadenado multitud de testimonios solidarios. Así que las figuras públicas femeninas han somatizado lo que sentirían por sus propias hijas y nietas y han movilizado en tiempo record lo que muchas veces cuesta años de chirridos de la maquinaria justiciera universal, poco dada a empresas altruistas.
Nada tengo contra este particular, todo lo contrario, pero sí que me pide el cuerpo reflexionar en alto sobre esa contagiosa campaña del estilo “salvar a Wally” cuando eso está ocurriendo a diario en muchas regiones invisibles y lo que se cuece por debajo es bastante más complejo que el mundo de yupy, la bella y la bestia o el bueno, el feo y el malo, y tiene mucho que ver con el modelo global que construimos y que genera miseria e incultura por doquier.
Oía estos días en una emisora nacional de empuje un debate entre prominentes invitados que barruntaban sobre el islamismo radical y metían en el mismo saco a los más de mil millones de fieles que congrega esta confesión. Es más, aseguraban que el objetivo de la religión musulmana es exterminar a los cristianos de una manera obsesiva.
Parece ser pues que el extremismo de Oriente despierta al de Occidente y nos transportan juntos a los tiempos aquellas fanáticas cruzadas en las que la vieja Europa sancochó a moros y árabes de todo pelaje. Cualquiera que haya estado en África podrá aclararles a estos santos inquisidores que la mayor parte de los seguidores del Corán del continente negro son educados, compasivos, pacíficos y amantes de tolerancia, la paz y la naturaleza, tanto como para darnos lecciones de convivencia mientras oran mirando hacia La Meca.
A pesar de que el yihadismo viene irrumpiendo con fuerza en diversos estados africanos y orientales desde hace años, sobre todo cuando la bota bélica occidental rompe las murallas de contención tradicionales para darle paso, sí que ha trascendido con especial fuerza el secuestro de más de 200 niñas en Nigeria por parte de la guerrilla de Boko Haram, un nombre que muy pocos conocían hasta lo ocurrido hace unas semanas.
La escena ha abierto en carnes a la comunidad virtual internacional desde los parlamentos y consejos nacionales hasta las alcobas de los presidentes en forma de saeta de fuego, como ha sucedido con la señora Obama o con la esposa del propio jefe del estado nigeriano, Goodluck Jonathan, unas primeras damas que han espoleado una reacción que, al grito de “#Bring Back Our Girl”, ha copado la actualidad mundial y desencadenado multitud de testimonios solidarios. Así que las figuras públicas femeninas han somatizado lo que sentirían por sus propias hijas y nietas y han movilizado en tiempo record lo que muchas veces cuesta años de chirridos de la maquinaria justiciera universal, poco dada a empresas altruistas.
Nada tengo contra este particular, todo lo contrario, pero sí que me pide el cuerpo reflexionar en alto sobre esa contagiosa campaña del estilo “salvar a Wally” cuando eso está ocurriendo a diario en muchas regiones invisibles y lo que se cuece por debajo es bastante más complejo que el mundo de yupy, la bella y la bestia o el bueno, el feo y el malo, y tiene mucho que ver con el modelo global que construimos y que genera miseria e incultura por doquier.
Oía estos días en una emisora nacional de empuje un debate entre prominentes invitados que barruntaban sobre el islamismo radical y metían en el mismo saco a los más de mil millones de fieles que congrega esta confesión. Es más, aseguraban que el objetivo de la religión musulmana es exterminar a los cristianos de una manera obsesiva.
Parece ser pues que el extremismo de Oriente despierta al de Occidente y nos transportan juntos a los tiempos aquellas fanáticas cruzadas en las que la vieja Europa sancochó a moros y árabes de todo pelaje. Cualquiera que haya estado en África podrá aclararles a estos santos inquisidores que la mayor parte de los seguidores del Corán del continente negro son educados, compasivos, pacíficos y amantes de tolerancia, la paz y la naturaleza, tanto como para darnos lecciones de convivencia mientras oran mirando hacia La Meca.
Racismo de plátanos
La semana nos ha dejado
una anécdota cuando menos curiosa. Un plátano, un campo de fútbol de la
Península y un balón han recorrido los medios de comunicación y redes sociales de
medio mundo para ir a parar a otra cancha, esta vez, de baloncesto, en Estados
Unidos. La burda coincidencia entre ambos episodios ha sido el racismo o, lo
que es lo mismo, el rechazo del otro por ser diferente. Y si es difícil encajar
que en un país con la historia de España surjan todavía estos brotes xenófobos,
todavía debe serlo más que ocurra en aquél que precisamente tiene un presidente
negro y que atesora una larga lucha contra esta lacra plagada de sucesos de
sobra conocidos por todos.
Ha sido un alivio que la unidad de acción y la complicidad no se hayan hecho esperar, posiblemente avivada por las nuevas tecnologías, y que en muchos lugares alguien se haya comido simbólicamente un plátano, ojalá que canario, para alinearse con el jugador del Barcelona que inició espontáneamente esta cadena reivindicativa, eso sí, espoleado por un aficionado al que apenas le hemos visto la cara y que quizá no tiene el nivel intelectual o la cultura necesaria para sopesar su atrevimiento. Al otro lado del Atlántico, el patrón de un equipo de baloncesto advertía con la boca torcida a su pareja que no trajera negros a su pabellón. Horas después, se quedaba sin su club, recibía una multa millonaria y el desprecio de sus propios jugadores, que depositaron sus camisetas sobre el parqué y desataron otra ola de solidaridad en un deporte sostenido precisamente por una amplia mayoría de figuras de esa raza.
Hasta aquí solo cabe celebrar esta reacción multitudinaria, aunque también puede uno preguntarse si en realidad ahí se acaba todo y si a partir de ahora vamos a ser todos mejores personas por el hecho de haber repudiado a ambos personajillos. La respuesta en mi opinión es que no y que se trata a lo sumo de uno de esos bucles que remontan a una velocidad endiablada el espacio mediático, que producen consecuencias amargas inmediatas a sus protagonistas y que, con la misma rapidez, será olvidado al cabo de las horas.
Pienso que la verdadera xenofobia sigue escalando posiciones en el mundo en forma de fronteras, vallas y élites cada vez menos numerosas pero más blindadas que crean los compartimentos estancos que producen el odio y el desequilibrio no solo ya racial, sino humanitario, cuando no climático, que nos pone a todos a los pies de los caballos. Creo que la verdadera intolerancia se hace cada día más fuerte en un planeta en el que la razón ha sido secuestrada sistemáticamente y relegada a una simple anécdota, como la del plátano de Alves.
Ha sido un alivio que la unidad de acción y la complicidad no se hayan hecho esperar, posiblemente avivada por las nuevas tecnologías, y que en muchos lugares alguien se haya comido simbólicamente un plátano, ojalá que canario, para alinearse con el jugador del Barcelona que inició espontáneamente esta cadena reivindicativa, eso sí, espoleado por un aficionado al que apenas le hemos visto la cara y que quizá no tiene el nivel intelectual o la cultura necesaria para sopesar su atrevimiento. Al otro lado del Atlántico, el patrón de un equipo de baloncesto advertía con la boca torcida a su pareja que no trajera negros a su pabellón. Horas después, se quedaba sin su club, recibía una multa millonaria y el desprecio de sus propios jugadores, que depositaron sus camisetas sobre el parqué y desataron otra ola de solidaridad en un deporte sostenido precisamente por una amplia mayoría de figuras de esa raza.
Hasta aquí solo cabe celebrar esta reacción multitudinaria, aunque también puede uno preguntarse si en realidad ahí se acaba todo y si a partir de ahora vamos a ser todos mejores personas por el hecho de haber repudiado a ambos personajillos. La respuesta en mi opinión es que no y que se trata a lo sumo de uno de esos bucles que remontan a una velocidad endiablada el espacio mediático, que producen consecuencias amargas inmediatas a sus protagonistas y que, con la misma rapidez, será olvidado al cabo de las horas.
Pienso que la verdadera xenofobia sigue escalando posiciones en el mundo en forma de fronteras, vallas y élites cada vez menos numerosas pero más blindadas que crean los compartimentos estancos que producen el odio y el desequilibrio no solo ya racial, sino humanitario, cuando no climático, que nos pone a todos a los pies de los caballos. Creo que la verdadera intolerancia se hace cada día más fuerte en un planeta en el que la razón ha sido secuestrada sistemáticamente y relegada a una simple anécdota, como la del plátano de Alves.
Ruanda
Estos días se cumplen
veinte años del inicio del genocidio de Ruanda, un acontecimiento espeluznante situado
ya en un lugar prominente del inventario de los hechos más siniestros de la
historia reciente de la Humanidad, junto al Holocausto. Algo más de medio siglo
separan ambas tragedias, similares, en cuanto a la apertura de esa rendija
irracional que es necesario vigilar estrechamente para que las nuevas
generaciones asuman que nunca se cierra del todo, pero también muy distintas,
dado que el último de esos episodios se desarrolló en medio de la más absoluta
modernidad, con organizaciones multilaterales y sistemas de comunicación e información
globalizados, como ocurrió con la última guerra de Los Balcanes, entre 1991 y
2001, con más de 200.000 víctimas mortales. En el país africano, en solo tres
meses, entre abril y junio de 1994, unas 800.000 personas murieron masacradas
en un escenario disparatado de rencores antiguos, avivados o tolerados por el
desdén de los intereses de las metrópolis que, en el mejor de los casos,
miraron hacia otra parte. Durante semanas millones de ruandeses huyeron en
todas direcciones hacia las fronteras o confiaron en familiares, amigos y
vecinos que en muchos casos les delataron y pusieron en manos de los verdugos. También
las iglesias se convirtieron en trampas para miles de ciudadanos, generalmente
católicos, que confiaron en que allí estarían protegidos y terminaron incinerados
vivos por las milicias radicales, a veces con la colaboración de los propios sacerdotes
y monjas. Tampoco los que lograron escapar se libraron de otras muchas formas
de persecución, que en el caso de las mujeres se saldó con violaciones masivas
u otras aberraciones ignominiosas infligidas como herramientas añadidas del
terror. Los más afortunados llegaron a campos de refugiados abarrotados de
miseria, como el de Goma, en la R.D. Congo, antigua Zaire. Machetes, palos,
azadas y cuchillos fueron las armas más utilizadas en el multitudinario plan de
exterminio que dejó calles, aldeas y carreteras bañadas de sangre, una muerte que
sobrevoló el país jaleada por las ondas de una radio henchida de odio. Evito concientemente
nombrar los clanes, que no etnias, de una nación agrícola y ganadera, y a los
dirigentes de aquellas potencias que vetaron una intervención de la ONU que
llegó finalmente demasiado tarde. Y porque, de una otra manera, la tragedia
continúa en esa turbulenta región de los Grandes Lagos casi por los mismos
factores que precipitaron el desastre de entonces: subdesarrollo, valiosos recursos
naturales e intereses de un poder económico mundial deshumanizado que continúa
descarrilando impunemente la justicia, la paz y la esperanza de los pueblos.
La visita
No pensaba decir nada de
él. No esta vez. Sobre todo después del partido de fútbol. Y porque es un monstruo,
así de claro; como los jugadores, que parecían monos corriendo detrás de la
pelota solo para magullar adrede a los nuestros, tan bien vestiditos y guapos. Está
claro que los demonios vienen del sur y hay que cerrar todos los postigos para
que no entren. Cruz perro maldito. Por eso mejor no invitarle expresamente. Y si
viene, lo ocultamos y nos desmarcamos, que no está la cosa para que se nos levante
el pueblo. Además, acuérdate cuando vino el otro, el de Ruanda, al que Zapatero
no quiso recibir en La Moncloa porque se llenaron las redes sociales de
bramidos, ¿te acuerdas?, un tal Kagame, por lo que cuentan un genocida, una
bestia, incluso ahora que, por casualidad, parece ser que preside ese país que
se ha convertido en un ejemplo de concordia social y progreso para toda África.
Una carambola, simplemente, porque el alma sigue siendo negra negrísima, y
encima ha sido declarado uno de los hombres más feos del mundo. Qué se puede
esperar de alguien así. Dicen que éste de Guinea Ecuatorial se ha convertido en
el nuevo Gadafi y que es uno de los máximos impulsores de la Unión Africana.
Boberías. Este año se ha gastado el dinero de los ciudadanos, pobres de
solemnidad, en foros de debate en ese enorme palacio de congreso que ha
construido, el de Sipopo, fíjate tú qué nombre, y hasta han ido representantes
del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial para asesorarle sobre cómo
diversificar la economía para no depender tanto del petróleo, por si la
Humanidad cambia de rumbo y se centra en las energías renovables. Entonces, de
ser el tercer productor subsahariano, tendría que volverse de nuevo a la selva
con el resto de las tribus y con las migajas que les dejamos cuando nos fuimos
de allí, en 1968, corriendo como gacelas; bueno, corriendo, no, en nuestros
barcos; y los dejamos en manos de aquél Macías, otro asesino, un salvaje bruto
y de malos instintos. Mejor no mezclarnos, aunque si hay que ir se va,
escondidillos, porque ya sabemos que a la vuelta las redes, las tertulias y los
periódicos nos fríen, y no está la cosa para que nos frían; que ya tenemos
bastante con toda esa morralla que nos entra por las verjas de Ceuta y Melilla
y con la polémica de las cuchillas que hemos incrustado para pararlos. Que lo
hagan los marroquíes, que para eso les pagamos, y que los devuelvan al desierto
esposados de dos en dos. Nosotros no sabemos nada. En fin, Mariano, menos mal
que todos los días no se muere Adolfo Suárez y tampoco se empeña en venir el siniestro
Obiang ese a homenajearle y a jodernos nuestra buena conciencia.
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