Estos días he tropezado con dos informes que de ser cruzados
entre sí podrían dibujar una parte importante del escenario necesario para el
despegue inminente del continente. De una parte, el denominado Foro Africano de
Administración Tributaria propugna aprovechar la decisión de los países ricos
para identificar a las multinacionales que evaden el pago de impuestos, lanzada
por el G8 en su última reunión de junio. De otro lado, el estudio de un
profesor de Economía de la Universidad D’Abomey-Calavi de Benin llamado
Amossouga Gero, de cara a la reunión de la Asamblea General de la ONU del
próximo mes de septiembre para analizar el grado de cumplimiento de los
Objetivos de Desarrollo del Milenio, apunta las claves de las transformaciones
que han de dar con el progreso unitario de África. Y es que si el primero de
estos documentos arroja la cifra espeluznante e insostenible de la pérdida por
parte de los países subsaharianos de 1,4 de billones de dólares en flujos
financieros ilícitos entre 1990 y 2009, registrados por el Banco Africano de Desarrollo,
el segundo plantea seis recomendaciones para alcanzar un desarrollo sostenible
en base al fomento de las habilidades de los trabajadores, el apoyo a las
pequeñas empresas, la inversión en I + D y la búsqueda de nuevas formas de
innovar, además de una mayor conexión a la economía moderna, la identificación
nacional de los estados con sus objetivos y la inclusión social de las
comunidades en todos estos procesos. Eso sí, aunque los africanos celebran la
voluntad de las grandes potencias internacionales de poner coto a los desmanes
de las todopoderosas multinacionales con medidas de control sobre los
movimientos de capital, entienden que en ningún caso se trata de una iniciativa
piadosa que mira hacia el continente negro desinteresadamente, sino más bien hacia
el patio trasero del propio G8, pero que puede convertirse en una buena oportunidad
para intentar detener la sangría que las fugas económicas han provocado en las
sociedades locales a costa de sus recursos naturales. El continente necesita de
ambas sendas para ponerse en pie e ingresar en la mundialización: el control de
sus propias riquezas y la organización de sus estructuras políticas y
administrativas para sentar las bases de un crecimiento perdurable. Otra cosa
es que esas grandes potencias logren sacudirse las doctrinas neoliberales, que
son la razón misma de su hegemonía mundial, para controlarse a si mismas y, de
paso, a los entes de intereses diversos privados que sostienen a sus líderes en
el poder.
Las violaciones de Tahrir
No voy a decir que me ha
sorprendido la nueva rebelión popular en Egipto. Tampoco que me haya extrañado
que el Ejército saliera otra vez de sus cuarteles para derrocar al presidente
constitucional, el islamista Mohamed Morsi, elegido democráticamente hace tan
solo un año. Ni siquiera cuestionaré por qué los salafistas que lo apoyaban guardan
ese silencio tan sepulcral que a mí personalmente se me antoja preocupante, o
que un clamor de alivio y alegría generalizada haya inundado las calles de la
capital, El Cairo, y de las principales ciudades del país. En ningún caso voy a
analizar la rápida sustitución de los correligionario de los Hermanos
Musulmanes en el poder por un presidente del Tribunal Constitucional con menos
de 24 horas en el cargo y un grupo de notables, ni me animo a argumentar nada
sobre un Ejecutivo que se había apoderado de la legitimidad y soberanía nacional
para imponer los códigos de la sharia. Me resisto a ser tan optimista como un
amigo que desde algún rincón cairota se mostraba exultante por los
acontecimientos y confiado en un nuevo rumbo más democrático a partir de ahora
en esa nación de vestigios arqueológicos. De ninguna manera voy a trazar
paralelismos con todo lo que continúa ocurriendo en la mayoría de los estados
donde se han suscitado esos levantamientos enmarcados en las denominadas primaveras
árabes y que han terminado en tragedias cotidianas, matanzas y guerras entre
las familias irreconciliables del Corán. Eso sí, me he sentido inmensamente
desconcertado por el bramido atávico de los abusadores de la plaza Tahrir, por
ese instinto animal grupal que ha arrasado con la dignidad e integridad de un
centenar de mujeres en unos pocos días. Me ha sobrecogido especialmente esa
nueva violación masiva y terrible de una periodista holandesa de tan solo 22
años a manos de una turba y en presencia de una multitud casi impasible, a no
ser por las cuadrillas ciudadanas organizadas para luchar contra una lacra que
ya se manifestó en las movilizaciones que acabaron con el régimen de Mubarak y
en las que también fue violentada la informadora estadounidense Lara Logan. Me
ha enervado la ineptitud de ese director de periódico, de radio o televisión
europeo que ha enviado a una recién licenciada a un infierno seguro sin
advertirle donde se metía. Me asusta lo que hay detrás de todo esto, porque
habla de una cruda realidad que se esconde bajo la pátina de unos pueblos que luchan
entre avanzar hacia la modernidad o sucumbir bajo las hordas de fanáticos que
ven en las mujeres al diablo y en la libertad, la perversión.
Cruce de vidas
Dos hechos de muy distinto signo marcan la actualidad del
continente cercano. Dos vías, una de entrada y otra de salida, se cruzan hoy
allí. Ambos hitos ya han pasado a la Historia, al margen de lo que ocurra en
estas horas presentes, pero también ambos se enfrentan al olvido. El primer
presidente negro de los Estados Unidos de América se reencuentra con sus
orígenes en su postrera gira oficial por África. La puerta de entrada ha sido
Senegal y sin duda la imagen de este acontecimiento es la de Barak Obama y su
esposa, Michelle, en esa otra puerta “sin retorno” de la isla de Gorée, por
donde salían los prisioneros capturados en las muchas aldeas de la región hacia
el nuevo mundo. Miles de ellos no llegaron con vida a ese lugar de donde
procede el visitante, que no puede reprimir un gesto contrariado bajo el vano
rojizo de la Casa de los Esclavos, una de las 37 cárceles de ese minúsculo
territorio frente a las costas de Dakar. Ese rostro crispado es comprensible
porque las paredes de las que acaba de salir gritan años de pena, de
separaciones descarnadas, de infames grilletes y de una tristeza tal que te
atraviesa a traición y te fulmina. Es difícil reponerse aún cuando sales de
nuevo al sol y al trasiego turístico de este enclave declarado Patrimonio de la
Humanidad o, como es el caso del poderoso norteamericano, para cumplir con el
programa de actos y ceremonias de una gira apuntalada por el despliegue soberbio
de agentes de seguridad, vehículos blindados, aeronaves, aviones de combate y hasta
un portaaviones, entre otros efectivos que forman parte de una campaña que cuesta
al tesoro estadounidense la nada despreciable cifra de 100 millones de dólares.
La otra cara de la moneda la pone una leyenda que abandona este mundo dejando
una huella humana intensa y un legado del que disfrutarán todavía muchas
generaciones. Nelson Mandela, Madiba para su clan xoxha, ha conseguido que los
suyos lo dejen marchar. Por fin, y con el planeta llorando su partida y su
Sudáfrica a sus pies, se libera de todos los yugos de la vida y de ese calvario
de tubos y respiradores para volar bien alto. Mucho más que el denominado “Air Force
One” que también aterriza en Johannesburgo con Obama, su familia y el tropel
ordenado que los protege en la tierra de sus ancestros. Ambos están bajo el
cielo africano, uno que regresa y el otro que se va para siempre. Uno, cuya
misión es reforzar el papel de su patria de adopción en el que hasta hace pocos
años era el continente pobre y hoy, la nueva África, y otro, el que nos deja,
para formar parte de la galería de grandes personalidades de todos los tiempos
y servir de inspiración a la larga lucha de justicia social que queda por
delante. El presidente de EEUU cierra su periplo en Tanzania. Ojalá vuelva a
Washington mirando hacia atrás y con las ideas más claras. Grande Madiba.
Antagonismos
En no pocas ocasiones son los estereotipos los que marcan la
realidad africana que se proyecta en el exterior del continente, sobre todo en
Occidente. Tal es así que en muchos estudios en torno a esta parte -negra- de
la Humanidad ya se han acuñado términos tan recurrentes como el “afropesimismo”
y, su antónimo, el “afrooptimismo”, solo que en este caso sus acepciones no son
tan contrarias como pudiera parecer en principio. El primero se utiliza para
englobar la visión trágica, incluso apocalíptica, del presente y futuro de sus
gentes, inmersas continuamente en guerras, hambrunas, epidemias, catástrofes y
en una indolencia, o falta de interés por el mañana, irreverente hacia la
sociedad del progreso, la capaz raza blanca. De otra, el segundo es a menudo
esgrimido desde dentro para deconstruir la tesis precedente con razonamientos
que tienen que ver con el colonialismo, el saqueo de los recursos naturales,
las trampas del neoliberalismo imperante en el mundo y otras muchas causas de
un dominio externo que ha dejado como germen en las comunidades locales a los
dictadores, las fugas de capital ejercidas por las élites y una deuda externa inabarcable.
De la misma forma se aplican los clichés de la cooperación al desarrollo a
través de los antagónicos “exogenismo” y “endogenismo”, que equivalen, por ese
orden, a la acción de colaborar en la necesaria evolución del “primitivismo"
hacia cotas aceptables de orden social y económico y, por el contrario, a la imposición
de las recetas de Bretton Woods en forma de democracia y economía de mercado
como única forma universal de civilización. En medio de este escenario de
desencuentros, los años han ido pasando desde que las metrópolis europeas
abandonaron por los años 50 y 60 sus posesiones africanas y el continente
continúa, no obstante, registrando tasas importantes de pobreza, enfermedades
fácilmente superables que causan ingentes cantidades de muertos y una
resistencia difusa a la organización política y económica que tira por los
suelos los sueños panafricanistas de próceres como Kwame Nkrumah, el primer líder
de las independencias y presidente de la primera nación subsahariana en
alcanzar la soberanía, Ghana. Los países africanos avanzan, de eso no cabe la
menor duda, pero lo hacen a la sombra del poder extranjero, un bucle que ha sido
endogámico hasta hoy porque ya ha llegado la globalización y la rebelión de los
invisibles, y a pesar de que muchas veces han estado atravesados también por los
intereses de esas lanzas que pueden llegar a ser las multinacionales, una doble
moral que anega de petróleo grandes extensiones de territorio, que mata si es
necesario y que se exhibe en los parqués de las sociedades progresistas a
renglón seguido ostentando la bandera de las grandes obras benéficas.
Otro planeta
El continente más cercano a
Canarias es el más complejo. Es así de simple. Y por eso surgen tantas teorías
e interpretaciones que pretenden echar algo de tiento en esa madeja inmensa que
amanece cada día frente a nosotros, aquí al lado mismo, sin que sepamos a
ciencia cierta si avanzamos o retrocedemos. África es una nacionalidad y muchas
al mismo tiempo. Son estados por imposición extranjera que aspiran a encajarse
en una realidad desbordada, un crisol étnico y cultural difuso que se extiende a
través de miles de kilómetros como sus propios ríos, o se acumula en regiones
concretas, como sus lagos, o se precipita a los abismos, como sus cascadas
prodigiosas; casi como remedo de las vastas extensiones que la hacen tan única,
tan diversa, tan misteriosa, tan hermosa, tan trágica. La actualidad de África
pasa por el tamiz de la comunicación y las noticias que nos gustan en
Occidente, empeñados, como estamos, en traducir algo que constituye no pocas
veces la esencia de la existencia. El choque de los imperiosos intereses internacionales
recala en su orografía generosa y en un subsuelo repleto de tesoros naturales,
porque esas son las reglas del juego, las del poder obsesivo que sobresale por
encima del respeto a la conservación y al equilibrio de lo eterno y que, como
un fuego de artificio, espectacular pero efímero, nos aliena de nuestra propia
vida acelerándonos, cuando no estrujándonos, en una gran cadena de transmisión
contra la boca de una maquinaria que no nos merecemos. Surgen entonces a intervalos
tesis y epítetos contrapuestos, como los afropesimismos y los afrooptimismos o
los endogenismos y los exogenismos, entre otras muchas emociones, para intentar
profundizar en lo que se deshace a cada paso porque no se mantiene en la deriva
de este mundo que se devora a si mismo. Intentamos explicar por qué, a pesar de
todo lo invertido y de los empeños bienintencionados, que los hay, el
continente no parece cambiar salvo en pequeños matices esperanzadores, siempre
esperanzadores. Y porque quizás también se nos quedó tirada en alguna cuneta la
reflexión sobre nuestro propio destino y el de nuestro planeta.
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