Fantasías


Si alguien tuviera la oportunidad de viajar en el tiempo y desplazarse al año 2030, por ejemplo, nos contaría quizás a su vuelta que estamos pasando por una de las épocas más apasionantes de la historia moderna de la Humanidad. Seguramente hablaría de una etapa en que todo cambió de repente y en la que los hasta ahora países ricos, que representaban una séptima parte de la demografía planetaria, tuvieron que dar paso a lo que ellos calificaban como el tercer mundo a través de un nuevo orden internacional, producto del pinchazo de una gran burbuja inflada por el abuso especulativo, el control de los recursos naturales y la hegemonía del capital de un imperio conocido como Occidente. Es posible que esa voz procedente del futuro nos explicara que las riquezas y monopolios acumulados por un puñado de naciones, lideradas por un siglo de predominio industrial, tecnológico y militar de una gran potencia de 300 millones de habitantes llamada los Estados Unidos de América, tuvieron que ser rendidos ante la evidencia de que otra porción del planeta había tomado las riendas del progreso, la producción y las doctrinas neoliberales de las que ellos se sirvieron durante algo más de 50 años, desde 1944, a raíz del fin de la Segunda Guerra europea, con los acuerdos de Wretton Woods, por medio de los cuales los vencedores crearon dos grandes instituciones supervisoras denominadas Fondo Monetario Internacional y Banco Mundial. Puede ser que ese viajero en su retorno cronológico nos relatara que las sociedades privilegiadas debieron adaptarse a una nueva forma de entender la existencia en muy pocos años, muy parecida a la que hallaban al adentrarse durante décadas en las regiones más empobrecidas, y abandonar sus consumos desbocados, gustos sofisticados, el individualismo enfermizo y el pánico a todo, además de la obsesión por la seguridad, esa entelequia que termina aislando a la inteligencia de la realidad. Nos diría casi con toda probabilidad nuestro personaje imaginario que el poder de la Tierra pivotó en el segundo decenio del siglo XXI hacia el Oriente, a lo que Occidente reaccionó intentando frenar ese desplazamiento con la creación de un nuevo mercado común de algo más de 1.000 millones de consumidores, compuesto por la vieja Europa, los propios EEUU y Canadá, frente a un resto mundial de unos 5.000 millones de seres humanos, eso sí, sin consignar aquellos otros 1.000 millones procedentes del inexistente sur, que ni contaron, ni cuentan ni contarán, salvo para ser expoliados y vendidos a través de los recursos naturales que emanan de sus propios territorios enclavados en el sempiterno continente olvidado. Como ven, pura fantasía.

Justicia climática


Una de las grandes, y graves, incógnitas que preocupa de este nuevo siglo a quienes tienen al menos dos dedos de frente es la deriva del clima. Como contrapunto a la corriente del “aquí no pasa nada” de las políticas extractivas y contaminantes, alimentadas por las macro industrias y sectores ultra productivos del planeta a la sombra de hipótesis científicas como poco indolentes, por no decir complacientes, lo cierto es que los cambios se van notando no solo en aquellos acontecimientos que afectan a territorios y comunidades, sino en las mediciones e indicadores que señalan que algo está pasando a mayor velocidad de la que los expertos habían previsto hace tan solo unas décadas, como ocurre con el deshielo alarmante de los polos terrestres. Uno de los luchadores contra este peligro que nos acecha es el legendario Sir David Attenborough, célebre por sus documentales de la cadena británica BBC, empresa que ha eliminado una secuencia de uno de sus últimos reportajes en el que el naturalista afirmaba que en algunas zonas de África la temperatura se había incrementado unos 3,5 grados centígrados en los últimos años, una cifra que parece no encajar con los datos del IPCC (Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático), que certifica -testifica, supongo- que desde el año 1850 la temperatura global ha aumentado solo 0,76 grados (pues no ha llovido nada desde entonces). Claro que sobre este particular habría que preguntar a los responsables de organizaciones multilaterales destinadas a combatir las emergencias humanitarias si notan una mayor demanda de ayuda debido a los desastres meteorológicos en el continente vecino, porque la realidad apunta a que el péndulo climático está devastando muchos pueblos africanos debido a intensas sequías, lluvias torrenciales y otros diversos fenómenos atmosféricos en sociedades que viven de la agricultura de subsistencia y el ganado, al tiempo que habitan sus campos de una forma perentoria. A ello se debe posiblemente el llamamiento que ha realizado esta semana el gobierno de Kenia al resto de los países subsaharianos para reclamar juntos justicia climática a la comunidad internacional. No pocos observadores denuncian que los efectos están ya exacerbando las tensiones en muchas regiones africanas, paradójicamente las que menos contaminación generan de todo el mundo. Attenborough asegura, mientras tanto, que África es el continente más caliente de la Tierra, que no hay duda de que la temperatura no deja de ascender y que el 80% del hielo de la cima del monte Kilimanjaro, en Tanzania, ha desaparecido y pronto se habrá derretido el resto. Yo ya sé a quien creer.

Rebeliones


El pasado 4 de enero se cumplieron dos años de la chispa que encendió lo que se ha dado en llamar la Primavera Árabe. La desesperación del joven Mohamed Bouazizi, en plena oligarquía de su país, Túnez, le empujó a quemarse a lo bonzo en la localidad de Sidi Bouzid, un hecho que prendió como un reguero de pólvora en una ciudadanía hastiada de la dictadura del ex presidente Ben Alí y de la situación de inanición social lastrada por unas cifras de paro cercanas al 30% de la población. Puede que por si solas esas no fueran razones suficientes como para derrocar un régimen corrupto en un estado emergente y que algo contribuyeron también las noticias de bienestar que portaban muchos emigrantes a su vuelta de Europa o las informaciones ya globalizadas a través de la gran herramienta de comunicación del siglo XXI que es internet y sus redes sociales. Pronto la mecha traspasó fronteras y el ejemplo cundió en otras naciones del norte de África, como Libia o Egipto, que se inflamaron asimismo con distintas trayectorias, de las que nos han quedado imágenes tan impresionantes como la del irreverente coronel Gadafi apaleado o la de Mubarak, abatido entre rejas, en cama, y enfermo. Lo cierto es que esas catarsis, junto a las que se han ido dando a lo largo de los últimos decenios desde otras coordenadas del Oriente, como Afganistán, Irán, Irak, Siria o Gaza, han terminado por desembocar en una tremor continuo del que nadie sabe ya calcular su alcance, evolución o consecuencias a medio y largo plazo. La campaña militar de Francia en el Sahel para expulsar del norte de Malí a células yihadistas, escurridizas como la propia arena del desierto, se antoja como una anécdota más en una gran partida hacia los abismos coránicos. El reciente asesinato del opositor tunecino Chukri Bel Aid contra el gobierno islamista de Túnez parece confirmar de nuevo que este fatídico juego en el que el fanatismo se empeña en usurpar los valores universales civiles de comunidades empobrecidas no ha hecho sino empezar, apuntalado con los ecos paralelos de las revueltas incesantes egipcias o los desastres del emponzoñamiento libio. Acaso puede que la vieja Europa no quiera, o no pueda, darse cuenta de que sus codos están incrustados sin remedio en ese tablero en el que se libra una guerra colosal entre varias civilizaciones que han permanecido largo tiempo separadas por murallas que ahora se disuelven a una velocidad vertiginosa. Las líneas cuyos extremos eran la modernidad y el atavismo, la riqueza y la pobreza, la justicia y la injusticia, parecen conformar ahora un semicírculo que está por ver cómo se cerrará. Por lo pronto, las cifras de paro que desataron la rebelión tunecina ya no suenan tan lejanas en países del hasta ahora llamado primer mundo como España.

La yihad


Comentar esta semana algo sobre el continente vecino sin referirse a Malí resulta imposible. La actualidad se impone. Francia ha cogido el toro por los cuernos y ha iniciado ella sola el despliegue militar que necesita este estado cercano para frenar el avance de los islamistas radicales, que se aproximaban inexorablemente a su capital, Bamako, después de haber sembrado el terror en lo que hace menos de un año eran sus territorios del norte. Allí estas hordas de iluminados y fanáticos acabaron con los importantes mausoleos y monumentos históricos que guardaba la mítica ciudad de Tombuctú y castigaron a su población con ejecuciones, mutilaciones y lapidaciones por beber alcohol, fumar, convivir en pareja, bailar y hasta oír música, si bien es la mujer la que se lleva la peor parte, porque no puede mostrarse en público y es tratada por estos guerreros fundamentalistas como el puro y duro pecado de la tierra por su naturaleza tentadora. Este país, referencia de la cultura del occidente africano y de la estabilidad étnica y política durante una eternidad, ha servido de escenario para recordar al mundo lo que es la guerra santa -la yihad- musulmana llevada a sus consecuencias más atávicas. Esta nación de las estirpes peul, dogón o tuareg, sufre ahora el reboso de unas doctrinas que llevan siglos albergando ramas lejanas y conflictos originados en torno al año 622 de nuestra era con las interminables disputas de los herederos de Mahoma. Mientras Europa habla de crisis económica, de primas de riesgo y de la banca, un flujo silencioso y compacto cruza medio planeta desde Pakistán hasta Malí, pasando por Afganistán, Irán, Irak, Somalia, Kenia, Sudán o Libia y recorre toda la franja del Sahel, a sus anchas y pertrechado con gran parte del sofisticado arsenal amontonado por Gadafi, a través de Chad y Níger, hasta llegar a la Ciudad de los 333 Santos, una marea que también amenaza ya a Mauritania, el Sahara Occidental, Marruecos y Nigeria y que ha vuelto Argelia con un baño de sangre. Un ejército no uniformado perteneciente a la mayor religión del mundo se asienta en todas las capitales de Occidente con las imágenes de las Torres Gemelas de Nueva York derrumbándose en su ideario. Mientras el Parlamento Europeo vota medidas económicas y deja sola en el marasmo de Mali a la metrópolis de África, París, con su odiada françafrique, la yihad tensa el arco de la venganza por las bajas que va a sufrir y quién sabe si asimismo por pertenecer a la parte de la Humanidad que se reparte la miseria. A ellos no les importa ejecutar a los pecadores ni morir porque creen que lo harán como mártires y que serán recibidos en el paraíso por el profeta. Nosotros, mientras tanto, mientras podamos, seguiremos contando el dinero.

Cheikh Anta Diop


A mediados del siglo pasado la senda milenaria del continente vecino entroncó directamente con la efervescencia de la entonces capital cultural de Europa, París. En esa época, en la que se hilvanaron las tendencias derivadas de las vanguardias artísticas históricas, una sucesión nutrida de “ismos” que desembocaron en el humanismo de Sartre y en sus reflexiones a medio camino entre la existencia y la esencia, la Ciudad de la Luz se había convertido en un crisol forjado por las disidencias no solo de aquellas celebridades europeas que huían de los regímenes totalitarios de sus países, como el propio Picasso, sino también de activos étnicos procedentes de las colonias de ultramar. Con ellos, un grupo de africanos creció al amparo de la huella dejada por la liberación del pensamiento y de los exponentes de la creación plástica y literaria: después del dadaísmo de Tzara o del surrealismo de Breton, el terreno estaba sembrado para encajar cualquier propuesta divisionista. Allí se encontraron Césaire y Senghor para lanzar la reivindicación de la negritud como término de la dignidad de la raza mayoritaria de África a través del periódico “L'étudiant noir”. Allí se coció una buena parte de las aspiraciones intelectuales de varias generaciones que todavía pujan hoy por sacudirse las rémoras persistentes de la colonización occidental y, de paso, el reguero de autoritarismos que dejaron las metrópolis en manos de uniformados, escasamente instruidos, en su fuga precipitada hacia otras empresas más prometedoras. Allí lucharon un número indeterminado de jóvenes negros para organizar la razón de ser de sus herencias nacionales frente a las retahílas eurocéntricas que les dejaba invariablemente a los pies de los caballos. En medio de todo este revuelo, una figura casi pasó desapercibida, un ejemplo más para rebatir el sambenito terrible con el que los occidentales cargan de inanidad a las comunidades africanas. La Universidad Cheikh Anta Diop de Dakar debe su nombre al historiador, físico nuclear y antropólogo que fue el primero en poner en tela de juicio la “blanquitud” del antiguo Egipto de los faraones. A partir de sus pruebas de laboratorio y de las técnicas del radiocarbono, este científico literato demostró todo lo contrario, que la gran civilización del Norte de África fue negroide, desmontando así otra de las grandes apropiaciones etnocéntricas occidentales oportunamente maquillada por Hollywood. Posteriormente Diop tuvo una trayectoria intelectual dilatada en múltiples foros internacionales, pero también una persistente aspiración política que le llevó a enfrentarse precisamente con el presidente más emblemático de su país, el poeta, ensayista y miembro de la Academia Francesa, Léopold Sédar Senghor.