Somalia


Quizás es hoy, cuando miles de personas están muriendo de hambre o en un proceso extremo de emergencia alimentaria, cuando toque poner negro sobre blanco la situación de una nación emblemática entre los pueblos más empobrecidos del mundo, como es Somalia. La noticia ha saltado por fin, aunque ralentizada y dormida, a todas las portadas y cabeceras de los informativos internacionales, si bien el escenario no es en absoluto nuevo y era previsible desde hace meses, posiblemente, años, y también decenios; porque el Cuerno de África vuelve a ser otra vez el epicentro de la hambruna más impresentable en este planeta aparentemente suicida, egoísta y cruel, iluminado por los leds y las pantallas táctiles de las tecnología del futuro y organizado y gobernado por los tecnócratas de un nuevo orden más coherente y justo que nunca llega, ni llegará mientras continúe imperando la sinrazón.

Hasta hace apenas unos meses de lo que se discutía en España era del “caso Alakrana” y del acoso de los “piratas” somalíes en aguas del Índico a los pesqueros de nuestro país, que se habían desplazado a miles de kilómetros de nuestro litoral para esquilmar las aguas frente a un estado que no tiene gobierno y, por tanto, no puede imponer la defensa de sus recursos naturales, sean continentales o marítimos. Entonces lo arreglamos armando hasta los dientes a nuestros pescadores, lanzando una colosal operación europea denominada “Atalanta” y castigando ejemplarmente a dos desgraciados apresados y juzgados en Madrid a nada menos que 439 años de cárcel. La secuencia de lo que ocurre en uno de los enclaves geoestratégicos más celosamente pateado por las grandes potencias, debido a su ubicación limítrofe con el Canal de Suez, pasillo de aprovisionamiento para Europa de las materias primas que proceden de África y de los yacimientos petroleros árabes y que, por tanto, debe estar expedito de “parásitos” y obstáculos tercermundistas, no tiene discusión en las esferas de las salas de mapas de las cúpulas militares de los países desarrollados.

Sin embargo, eso no es todo lo que podemos arruinar a un pueblo desprotegido e inane por la maquinaria voraz del progreso de los monopolios multinacionales, sino que, a raíz del tsunami de 2003 en Indonesia, las costas de Somalia se vieron invadidas por una enorme marea de residuos tóxicos que, amparados por la indolencia de los controles internacionales, habían sido depositados con nocturnidad y alevosía en sus aguas jurisdiccionales, provocando la contaminación de sus playas y muchas enfermedades acalladas por la indiferencia de los canales de información del primer mundo. Parece a estas alturas una broma de mal gusto que nuestras ONGs sigan pronunciando aquella máxima trasnochada e ingenua de “enseñar a pescar más que proporcionar el pescado”, cuando este ejemplo de arrebatar una de las pocas fuentes de nutrición a una comunidad de 10 millones de personas cierra el anatema infame de exigir encima la resignación del desvastado.

Ahora vienen las buenas obras de caridad para aliviar la mayor crisis humanitaria acontecida en los últimos 60 años en esta región, donde las cifras de muertos y desplazados hacia Kenia, Etiopía y Uganda se cuentan con guarismos de seis cifras, una tragedia que tenderá a repetirse indefectiblemente mientras sigamos jugando a ignorar los grandes desequilibrios que, hoy por hoy, caracterizan a la civilización dominante de este nuestro querido, vital y único planeta azul.

Madiba


Si hay una figura del continente negro que ha sido elevada a la órbita de las personalidades legendarias del mundo es, sin duda, la del ex presidente sudafricano Nelson Mandela, quien acaba de celebrar sus increíbles 93 años. De hecho, esta efemérides fue declarada Día Internacional por la ONU en 2009 para conmemorar el enorme peso de su vida ejemplar y la dura y larga lucha que por la integración racial realizó a lo largo de su existencia, una historia contada en libros y películas desde su nacimiento en 1918 en un pequeño poblado xhosa y que refleja la actitud estoica de un líder sin fisuras, a pesar de los muchos reveses que tuvo que soportar a la cabeza de su Congreso Nacional Africano para frenar el ya célebre, por aciago, apartheid.

Madiba, como también se le conoce en honor a sus méritos concedidos nada menos que por los ancianos de su clan étnico, resistió con una fortaleza poco común los embates de la nomenclatura afrikáner segregacionista de origen europeo que le condenó a pasar más de 27 años en la cárcel, la mayoría de ellos en la tristemente evocada prisión de Robben Island, confinado al escalón más bajo de las contemplaciones del entonces régimen de Ciudad del Cabo y al aislamiento más severo, lo que no impidió que su semblanza heroica traspasara las murallas de su calvario y contagiara a una creciente militancia que esperaba su vuelta con la promesa de la liberación de los pueblos nativos del yugo xenófobo blanco.

A pesar de que el ahora anciano abogado y político es conocido sobre todo por su sólido compromiso con los métodos no violentos de la resistencia, a inspiración de Gandhi, también es cierto que en una época instigó una guerra de guerrillas armadas y fue considerado un terrorista no sólo por las autoridades locales, sino por esas mismas Naciones Unidas que hoy veneran su nombre, si bien reaccionó a tiempo para unificar y reformular una revolución nacionalista enfocada a la integración parlamentaria, que le llevó a disfrutar de la plena libertad y derechos como ciudadano en febrero de 1990 y a acceder a la presidencia del país tras las primeras elecciones democráticas en 1994, un año después de la concesión del Premio Nóbel de la Paz por la academia sueca, como el primer jefe de estado negro sudafricano.

Casi por arte de magia, quienes todavía recordamos las informaciones incesantes de las matanzas en los arrabales de la capital, Johannesburgo, y en el populoso barrio de Soweto perpetradas por las cargas brutales de la policía en los informativos de los años 80, asistimos entonces atónitos a un cambio inesperado y sin precedentes en una nación abocada a un callejón sin salida y a la proclamación de uno de los hijos de las tribus más recónditas sudafricanas, que entraba por la puerta grande de un Parlamento hasta entonces vetado a cal y canto a los negros, seguido por una corte conformada por mucho de los políticos blancos que habían firmado hasta entonces una de las crónicas más infames registradas en el continente cercano.

El resto de la trayectoria de Mandela es reciente, celebrada y conocida por todos; un hombre grande y sonriente que, a pesar de los pesares y después de algunas traiciones e insidias, incluidas algunas personales, como las deslealtades de su ex esposa Winnie, otro icono de la resistencia, y de su boda a los 80 años con la viuda del ex presidente de Mozambique Samora Machel, fallecido en un accidente de avión en 1986, apura los últimos pensamientos de su vida en Qunu, la ciudad en la que pasó su juventud, al lado de su familia y de sus numerosos y libres bisnietos.

El valor de la información


La percepción de las situaciones que ocurren hoy en día en el mundo pasa inevitablemente por el tamiz de la difusión que sirven los medios de comunicación, de tal forma que casi podríamos sentenciar que lo que no sale en las televisiones, periódicos, radios y otros estamentos informativos, prácticamente no existe. También se podría concluir en que el signo o el matiz de los hechos contados que imprimen los elaboradores de las noticias actúa como un cuño casi inamovible en los textos o imágenes que viajan desde el origen de los acontecimientos a cualquier parte del planeta, a través de los conductos directos de los corresponsales o por medio de esa red multiplicadora que es Internet. Si a eso añadimos que lo que prima de la actualidad es lo que interesa a los consumidores que están en disposición de pagar, tenemos como contrapartida que la oferta periodística tampoco está del todo exenta de esa tendencia globalizadora y monolítica que propaga el modelo occidental.

Me ha resultado muy elocuente conocer las conclusiones de un reciente estudio realizado sobre el rotativo norteamericano “New York Times” que indicaba que el 73% de las informaciones sobre África publicadas en sus páginas eran negativas, lo que nos lleva, automáticamente, a deducir que los muchos lectores de ese emblemático periódico opinarían, si se les pregunta, que el continente negro apenas concentra aspectos positivos, salvo quizás las riquezas naturales zoológicas, vegetales y territoriales que posiblemente ven en los documentales del “National Geographic”.

También es habitual que, cuando se habla de las acciones que llevan a cabo organizaciones humanitarias o de cooperación en esta parte del tercer mundo, sean resaltados por encima de cualquier otra consideración la bondad o el espíritu generoso y sacrificado de aquellos occidentales que las desarrollan, mientras se consolida por omisión el estereotipo de dependencia del africano, a menudo representado por un incapaz o mero pedigüeño de la ayuda del blanco.

Otro ejemplo de esta circunstancia de parcialidad de la realidad la tenemos en la contraposición de sendos conflictos graves donde se registraron genocidios, como los que ocurrieron casi al mismo tiempo en los Balcanes y en Ruanda. Así, mientras que la guerra europea interétnica ocupó durante mucho tiempo las primeras planas de los periódicos y las cabeceras de los telediarios, la africana, que fue despachada generalmente como “lucha tribal”, tan sólo mereció el 2,11% de las noticias registradas en los principales medios de comunicación, de manera que probablemente aún hoy en día la inmensa mayoría de la población de la UE no entiende qué fue lo que ocurrió en realidad entre los hutu y los tutsi entre los años 1990 y 94, en un pequeño estado que, por cierto, es actualmente un modelo de orden y democracia en todo el continente, tan sólo 15 años después de una barbarie en la que estuvieron muy directamente implicados países tan “civilizados” como Francia o Bélgica.

En última instancia, esta breve pincelada podría servir para constatar una vez más que, si queremos avanzar en el conocimiento de lo que ocurre muy cerca del Archipiélago, es necesario normalizar la información que servimos a nuestros ciudadanos para demostrarles que África es, sin ir más lejos, y aparte de otras muchas cosas, el continente por excelencia de las relaciones sociales, un bien cada vez más escaso en otras partes del planeta.

El callejón del comercio


Si hay un aspecto que se torna delicado cada vez que se habla del continente vecino ése es, sin duda alguna, el comercio, circunstancia por la cual quizás nuestras eventuales prospecciones mercantiles nacen teñidas de antemano del tabú maldito de la explotación del nativo, posiblemente originado por las colonizaciones que las potencia europeas ejercieron en los pasados siglos XIX y XX en una África todavía virgen de fronteras estatales, tal y como las conocemos hoy en día. Los abusos de poder y de la fuerza de trabajo, llevadas entonces hasta la esclavitud, como también ocurrió con la conquista del Nuevo Mundo por parte de España, han dejado una huella indeleble en nuestras conciencias para siempre.

Lo cierto es que da la impresión que en pleno siglo XXI nuestros empresarios deben andar con pies de plomo a la hora de emprender sus campañas, con un escudo en una mano y el esfuerzo y sacrificio personal en la otra, para no enfrentarse a la mala prensa generada por una pléyade de activistas y organizaciones no siempre bien identificadas, al socaire de una militancia rancia y mimética en pos de unos derechos humanos que nadie sabe cómo defender pragmáticamente.

Reconozco que llevo mucho tiempo rumiando esta paradoja en la que estamos empantanados, después de haber formado parte de algunas misiones comerciales realizadas por las Cámaras de Comercio canarias y conocido el trabajo de campo que llevan a cabo tanto sus responsables como aquellos de nuestros emprendedores que reúnen el suficiente valor para aventurarse a abrir nuevos caminos a nuestra economía; un modelo que, a nadie se le escapa a estas alturas, pasa por importantes dificultades y pide a gritos nuevos horizontes productivos.

Quizás sería útil recordar a esa conciencia reaccionaria, no siempre bien intencionada y despejada de prejuicios, que seguramente los primeros comerciantes conocidos y colonizadores de los que tenemos noticias procedían allá por el siglo XI a. C. precisamente de un pueblo de historia africana que creció en los límites de nuestro continente más cercano, como fueron los fenicios, establecidos en lo que actualmente conocemos como Oriente Próximo, quienes llevaron por todo el Mediterráneo no sólo sus productos, sino también su cultura, la que ha dado pie en una nada desdeñable medida a lo que hoy es la civilización que nos otorga nuestra identidad europea.

Parece ser que la imagen que se posa al final de los empeños empresariales canarios es la de una horda de negreros que ven en los países vecinos la tierra prometida, aquella de los ríos de leche y miel bíblicos que manaban espontáneamente de la naturaleza, y no la de unos exploradores que tienen que adaptarse a las condiciones de unas comunidades empobrecidas y a unas idiosincrasias no siempre cómodas ni estructuradas para las rentabilidades inmediatas.

Mientras tanto, sí que hay otros agentes que penetran en África y aprovechan el crecimiento sostenido de la mayoría de sus países para hacer negocios, porque son muchos millones de consumidores que emergen en base a las grandes riquezas de sus territorios, y llevar sus respectivos avances allí, donde hacen falta, de tal forma que posiblemente pronto los africanos hablen más chino, hindú o carioca que español, tras unas alianzas crecientes que nos alejan cada vez más de nuestras oportunidades geoestratégicas.

Náufragos


Las revueltas del Norte de África están provocando experiencias recordadas y no muy lejanas en Canarias, como las que sufren estos días miles de emigrantes en el Mediterráneo que, para huir de las situaciones insostenibles en sus respectivos países, se adentran en el mar en sus barquichuelas a la búsqueda de un mundo mejor. Mientras tanto, las autoridades europeas se empeñan en cifrar el número de víctimas como si estuvieran contando los pollos de una granja, sin apenas una mínima reflexión humanitaria aparente o ni siquiera ponerle rostro a la tragedia.

Me llama mucho la atención que, a lo sumo, la actualidad haya estado centrada en la ejecución de Bin Laden, a manos de un comando estadounidense en Pakistán, a través de un rosario de contradicciones, desmentidos y argumentos más o menos vacuos en torno a la catadura moral del acontecimiento, y a la campaña de acoso y derribo de otro sátrapa del planeta, como es el libio Gadafi, que se esconde en los agujeros que dejan las bombas de la OTAN en Trípoli; cuando no en la crisis económica que sacude el gran casino internacional y que repercute de inmediato en esos oráculos del capital denominados Bolsas de Valores.

Las discusiones de los plató de televisión y de las radios nacionales han sido enfocadas hacia los problemas de Europa para tratar de atajar la debacle financiera que atraviesan sus países periféricos, las dudas que gravitan sobre la moneda única para que pueda seguir siendo el refugio de la Unión y, como no, los discursos aburridos, desacreditados y repetitivos de nuestros políticos en la presente campaña electoral.

Además de todo eso, y obviando lo del terremoto fatal de Lorca, se habla de que Alemania, Francia e Italia, espoleados por Dinamarca, revocarán parte del Tratado de Schengen para blindar las fronteras exteriores y apuntalar las murallas de una Comunidad que, de seguir así, terminará cerrada a cal y canto y mirándose al ombligo, es decir, a Bruselas, para no ver ni ser testigo de lo que las aguas arrastran a sus orillas y que representa la nata descompuesta de las castas de desheredados que se han alimentado hasta la fecha de las migas que han caído del banquete que hemos devorado.

Pero si algo me ha sobrecogido ha sido la polémica en torno a la denuncia de un clérigo árabe que desde Italia aseguraba que uno de los supervivientes de una barca con 72 emigrantes indocumentados en el Mediterráneo, de los que fallecieron 61, había dicho que fueron avistados por barcos de guerra y helicópteros que omitieron el deber marítimo de auxiliarles. El debate se centró inmediatamente en un choque de declaraciones entre los portavoces de los países cuyas armadas integran la OTAN y en las declaraciones de una alta representante desmintiendo esa posibilidad, aunque también supuso para los profesionales de la información evaluar la deontología del periódico británico que destapó el suceso en los términos que lo hizo.

Eso sí, no he oído a nadie que haya cuestionado todavía en todos esas diatribas públicas las razones que hacen que por el mismo mar -que no océano- circulen soberbios trasatlánticos de recreo, imponentes portaaviones y buques militares al mismo tiempo que ínfimas naves artesanales cargadas hasta los topes de harapientos náufragos que huyen de la pobreza y del horror causado por unas reglas del juego en las, que por lo visto, nuestras sociedades del bienestar no quieren ni pensar.