El solar más barato



Las masivas compras de terrenos que últimamente parece ser que llevan a cabo algunos Estados y grandes empresas en el continente vecino están suscitando un importante debate. En el foco se encuentran no sólo China o Corea del Sur, sino también algunas entidades europeas, sobre todo del Reino Unido, Alemania o Suecia. Y es que la demanda energética de los países desarrollados y la aplicación paulatina de los biocombustibles para suplir las cada vez más escasas reservas de petróleo precisan vastas extensiones de territorio donde cultivar las biomasas que después se han de transformar en fuente de energía. Ya el pasado año, medio centenar de ONGs africanas exigieron una moratoria al respecto, aduciendo que esta revolución traerá más inseguridad alimentaria, en vista de que el ritmo de privatizaciones de propiedades comunales ya es imparable, y que los cultivos de agrocombustibles amenazan con desplazar las cosechas tradicionales para el consumo nutritivo humano. Como precedentes podemos hablar de las reconversiones agrícolas que en este sentido han experimentado los Estados Unidos, Brasil y Asia, proceso que Europa tendrá que recorrer también si quiere sobrevivir al colapso energético. Sin embargo, lo que llama la atención en todas esas alternativas a los combustibles fósiles son las proporciones. Así, dicen los expertos que para llenar el tanque de un automóvil hace falta la misma cantidad de grano que para alimentar a un niño durante un año, aunque tampoco es nada nuevo que actualmente es bastante improbable que el gasto de ese niño en muchos lugares del continente cercano supere los 50 euros en el mismo periodo de tiempo. Según un informe de Oxfam Francia, son necesarios 232 kilos de maíz para producir sólo 50 litros de etanol, equivalentes a la misma cantidad de gasolina. Por eso el inmenso territorio africano es una vez más la reserva del mundo, de tal manera que muchas organizaciones comienzan a hablar de la “colonización verde”. La ONU ha denunciado que entre algunos países ricos y ciertas corporaciones internacionales ya han comprado este año tierras fértiles del tamaño de la mitad del área cultivable de Europa. Además, saliéndonos del ámbito de los biocombustibles, entre China y algunos países del Golfo Pérsico han adquirido millones de hectáreas para producir alimentos que no pueden obtener dentro de sus fronteras con el fin de satisfacer su demanda interna. De nuevo África se coloca en el centro de la polémica internacional como escenario de controversia entre ética y desarrollo, porque si de una parte necesita inversiones millonarias para entrar en la senda del progreso, en base a la creación de procesos que generen estructuras, industrias y tejido empresarial, de otra surge la vertiente de la explotación de los recursos por parte de los países ricos sin apenas contrapartidas económicas para la población local. Lo que está claro es que los grandes productores necesitan el continente vecino para cada vez más flancos de su aprovisionamiento vital porque muchos de ellos se quedan sin territorio propio de dónde poder sacarlo, y eso apunta de nuevo a mirar hacia África, que sin duda recibirá inversiones para carreteras, ingenios hidráulicos e infraestructuras, pero a qué precio. Por lo pronto se suceden las giras de los grandes mandatarios por los países subsaharianos, con mensajes de cooperación al desarrollo para sus homólogos locales, aunque resulta curioso que casi siempre son las regiones más ricas en recursos naturales o las ubicadas en puntos estratégicos las visitadas.

Cooperación universitaria


El acercamiento al continente africano es una senda irreversible para la comunidad internacional, al margen de las crisis económicas puntuales y otros fenómenos de frecuencia periódica. Es un hecho que las potencias mundiales, como los Estados Unidos y la UE, y las emergentes, como las que componen el BRIC, con la relevancia destacada de China, articulan sus políticas exteriores de aprovisionamiento de materias primas y comercio teniendo muy en cuenta a los países subsaharianos, de tal forma que muchos expertos consideran que África jugará un papel muy importante en el presente siglo. Asimismo, es insostenible la concepción de un mundo en eterno desequilibrio –no es natural- en el que una parte de él avanza vertiginosamente hacia la globalización económica, social, política y tecnológica, y otra, que representa la quinta parte del planeta en superficie y la sexta en demografía, permanece al margen, empobreciéndose progresivamente y alejándose de los objetivos universales del bien común. En este escenario, y dada su posición geográfica, Canarias está llamada a jugar un papel cuya dimensión y protagonismo está aún por determinar, a la espera de la orientación y eficacia de nuestras instituciones públicas y de que nuestros empresarios sepan rentabilizar los fondos de cooperación que ponen en juego los organismos de la ONU, Europa, el FMI o el BM; muchos millones de dólares y euros destinados a coadyuvar el despegue de civilizaciones estancadas en culturas milenarias. La ecuación que componen la pobreza, los recursos naturales y los casi mil millones de consumidores en potencia demanda la inclusión de un factor todavía incierto que, como solución, diluya la resistencia de los africanos a ingresar en el desarrollo; en cualquier caso, un galimatías que conviene ir desentrañando para establecer estrategias multinacionales de actuación. Por lo tanto, es muy conveniente que contemos con expertos e intelectuales que conformen la vanguardia que necesitan las organizaciones multilaterales para invertir sus esfuerzos con puntería, dado que es público y notorio que dedican mucha energía y medios a recapitular constantemente en torno a la máxima de enseñar, más que entregar. En este punto, ciertamente se echa de menos la contribución decidida de las Universidades canarias que, exceptuando solitarios, embrionarios y loables esfuerzos casi unipersonales, no terminan de creerse el futuro que se abre para nuestra comunidad desde las orillas de nuestras costas, con la llegada de esas incesantes “ilíadas” del siglo XXI, y que nos hacen desgraciados por no poder actuar contra las tragedias de miles de jóvenes que no ven otra alternativas de porvenir que el de jugarse la vida en el océano. Aparte de ser un compromiso moral, las instituciones académicas del Archipiélago por antonomasia tienen la oportunidad histórica de dirigir sus periscopios hacia la diversidad africana para marcar el camino al resto de la Humanidad, en el insólito reto de dar visibilidad a ese quinto continente, fundando especialidades, currículos y, por qué no, cátedras, que iluminen ese faro y reclamo para los estudiantes y profesores del resto de las prestigiosas universidades del planeta. Ya quisieran para sí Harvard o Cambridge estar en esta disposición geoestratégica que avala todo un campo de investigación, tan basto e inabarcable como son la historia –tan desconocida-, culturas, humanidades, economías, artes, etnografías, lenguas y otras muchas especialidades del gran abanico multidisciplinar del continente vecino.

Fuga de cerebros





Uno de los retos más importantes a los que se enfrenta África en la actualidad es frenar la fuga de sus cerebros. Se calcula que unos 20 mil profesionales cualificados abandonan cada año el continente, con lo que sus países se quedan sin médicos, enfermeros, economistas, ingenieros, informáticos, profesores universitarios y los maestros que necesita para salir del subdesarrollo en el que se encuentra. Los jóvenes ya no creen ni en sus dirigentes ni en las posibilidades de sus lugares de origen y más de 300 mil titulados superiores ejercen en cualquier otra parte del planeta. Según datos del Banco Mundial, en algunos estados el índice de emigrados supera el 50 por ciento de la población, tal como ocurre con Cabo Verde, Gambia o Sierra Leona. En Sudáfrica, el 37 por ciento de sus médicos y el siete por ciento de sus enfermeros trabajan en Alemania, Australia, Canadá, Estados Unidos, Francia, Gran Bretaña o Portugal y, según la Organización Mundial de la Salud, hay 38 países con escasez crítica de personal sanitario, sumando un déficit de 2,4 millones de médicos y enfermeros. Son, por ejemplo, menos los médicos nigerianos que prestan sus servicios en Nigeria que en EEUU, que también da trabajo a otros 700 galenos ghaneses. En Malawi, sólo el 5 por ciento de los puestos para especialistas están cubiertos. Aunque el sector sanitario es el más afectado, informes de expertos señalan que el déficit presente de pensadores e intelectuales entorpece el avance de África hacia los buenos gobiernos, una mejor democracia y un mayor respeto por los derechos humanos, y que de esta manera no será posible, ya con toda seguridad, alcanzar los Objetivos del Milenio propuestos por la ONU para reducir la pobreza a la mitad para el año 2015. En cuanto al campo de la enseñanza, este fenómeno agrava el nivel de deterioro de la formación de los jóvenes, con lo cual aquellos que no tienen dinero con que pagar los costosos estudios fuera del continente deben quedarse y recibir los conocimientos insuficientes que imparten un puñado de profesores que no cuentan, en muchos de los casos, con el material de apoyo necesario para una educación de calidad. Que algo está fallando en África es evidente, porque se trata del continente con más recursos naturales del planeta y ofrece magníficas perspectivas económicas a países como China y la India, que demandan importaciones ingentes de materias primas para mantener su crecimiento. Asia recibe ya el 27 por ciento de las exportaciones africanas, cifra que en el año 2000 no pasaba del 14 por ciento. De esas partidas, el 86 por ciento son petróleo y minerales. La paradoja está servida una vez más si se tiene en cuenta que las grandes potencias quieren invertir allí y los jóvenes africanos se ven forzados sin embargo a abandonar sus lugares de origen. A la diáspora se une el desinterés de los gobernantes locales, a quienes incluso les produce alivio quitarse de encima un problema que amenaza con crear tensiones dentro de sus estados, debido a la capacidad crítica de los intelectuales y profesionales cualificados con la gestión de unas políticas planteadas para conservar el poder de los clanes de las clases dominantes y el de sus allegados, otro de los aspectos que esta frenando el avance político, económico y social de la mayor parte de los países africanos. A medida que la clase media se desmorona y contribuye cada vez menos a la recaudación fiscal, al empleo y a la sociedad civil, el continente se expone a ver como sus habitantes se empobrecen cada vez más. La Comisión Económica para África ha advertido recientemente que los gobiernos tienen que asegurar que los especialistas permanezcan en sus países porque, de lo contrario, en un plazo de 25 años, se quedarán sin potencial capacitado para llevar a cabo las urgentes reformas que necesitan para superar la pobreza y el subdesarrollo.

Siembra tecnológica




A medida que el mundo avanza, África retrocede. Esta paradoja parece ser corroborada cada día por las cifras de pobreza creciente que manejan las organizaciones multilaterales y agentes de la cooperación al desarrollo. Sin embargo, el hecho de que esto esté sucediendo en la era de las nuevas tecnologías -un factor que irrumpe en la humanidad con fuerza y que está creando múltiples esferas relacionales sin fronteras- apunta a que todavía no estamos aplicándolas en toda su extensión para el bien común y para equilibrar los desfases que se producen de forma asimétrica debido al flujo dominante de las economías de mercado. Creo firmemente que hoy gozamos de los medios necesarios para revertir gradualmente la deriva crónica de los africanos, y que esas tecnologías de la información y la comunicación son unas herramientas oportunas para llegar a una población caracterizada por una gran masa diseminada, desabastecida, desinformada y no educada en las reglas de las colectividades evolucionadas para interactuar entre sí, en base a bienes, derechos y servicios comunes. Es más, el denso territorio africano puede ser tomado como un laboratorio propicio para las aplicaciones de las energías renovables, en función del gran caudal de horas de sol, vientos y mareas, capaces de proporcionar los medios básicos necesarios para que las comunidades más necesitadas ingresen en la senda de la existencia cibernética. También hay que tener en cuenta que las políticas de cooperación al desarrollo, tal y como las hemos conocido hasta la fecha, con la inversión de importantes cantidades de dinero que suelen quedarse en acciones blandas y marginales o en las manos de las clases dirigentes, han rebotado una y otra vez contra la muralla de la idiosincrasia africana, consolidada en inercias milenarias. Si esto es así, no sería descabellado intentar esa vía alternativa y complementaria de inversiones proporcionadas de capital, de las que podrían beneficiarse empresas de Canarias, para llevar a aldeas señales de lo que ocurre fuera de sus reducidos entornos aislados, e incluso sopesar la posibilidad de programar actividades formativas “online”, como las que despliegan hoy en día centros de estudios de todo el mundo. Todo el que ha visitado algún país del continente vecino sabe que en el lugar más recóndito puede surgir una antena parabólica, una ventana abierta a lo que ocurre en el resto del planeta. Reconozco que sueño con un continente que florece desde las bases poblacionales hacia arriba, y no al revés, porque esas sociedades son eminentemente solidarias, comunicativas y cercanas, y sólo les falta la conciencia del mundo en que vivimos, la cultura del trabajo organizado, la política y la justicia social recíproca, para que en algunos años, con información y formación, despeguen de sus costumbres contemplativas y de su dejación generalizada con las responsabilidades públicas y nacionales. En última instancia, las nuevas tecnologías pueden sortear también la resistencia de las élites dominantes a soltar el control autoritario y alienante para hacer germinar la semilla de una nueva África sobre el terreno, sembrado con inteligencia por un conjunto de avances de ida y vuelta que nos traigan la mirada y el rostro oculto de millones de humanos desheredados del concierto de las sociedades de la comunicación.

La escuelita de Thiaroye





Hay vivencias que merecen ser relatadas como hallazgos especiales. Una de ellas es la que surgió en el barrio de pescadores de Thiaroye-sur-mer, en la capital de Senegal, Dakar. Esperábamos dos colegas –Carlos y Estela- y yo a que se iniciaran las sesiones de unas jornadas sobre emigración para concienciar a la población del drama de los cayucos, en las primeras horas de una mañana luminosa y limpia de febrero. El cronómetro africano es distinto al occidental, por no decir que ni siquiera lo es, y una mínima experiencia en el continente te abre los ojos para deducir que un acto nunca empezará a la hora fijada. Decidimos husmear entonces un poco por las polvorientas calles aledañas y darle caña a las cámaras fotográficas. La diferencia entre el centro de Dakar y la periferia, que comienza muy pronto en multitud de pequeños barrios casi idénticos, es el ritmo y la gentileza de sus habitantes. En las afueras, las personas con las que te cruzas te saludan muy amablemente, como si estuvieras en cualquier lugar de los Alpes suizos, mientras que en el “plateau” tienes que ir quitándote de encima a la nube de vendedores que intentan colocarte un rolex de oro. Lo cierto es que nos íbamos adentrando poco a poco en un pequeño mundo de sosiego y paz matinales, con el alivio de no tener que estar a la defensiva con los inquisidores espontáneos, especialmente sensibles a la negociación de una foto. Cada uno por su lado, pero cerca, exploramos patios, placitas y callejones, con la complicidad de la sempiterna costumbre contemplativa de los africanos, sentados en pretiles, a la sombra, o caminando no se sabe hacia donde. De pronto, comencé a oír unos cánticos de niños que procedían del fondo de una de las calles. Los niños en el continente son una bendición; siempre sonríen y te miran con desparpajo; no se asustan ni están traumatizados por las noticias terribles de este occidente enfermo, donde ya casi eres sospechoso por acariciar la cabeza de uno de ellos. Un gran árbol remataba una construcción de dos plantas que llamaba la atención por su cuidada fachada, con unos orificios desde donde surgían los sonidos corales infantiles. También se acercaron mis compañeros. Carlos empujó suavemente la puerta y se abrió ante nosotros una estampa que a mi, personalmente, me llevó muy lejos, a mis recuerdos infantiles. Era una escuelita, una nube blanca repleta de angelitos negros de grandes ojos y sonrisas infinitas que aún no han aterrizado en este mundo que nos ha tocado vivir. Dos elegantísimas maestras cuidaban de ellos, y ni siquiera pararon de cantar cuando vieron aparecer a los tres astronautas con las cámaras en ristre disparando, ahora agachados, ahora apoyados contra las paredes, sus expresiones. Se abrieron y nos dejaron hacer. Pasamos unos momentos realmente jubilosos por vivir algo que nos llenó el alma. Realmente la inocencia todavía existe. Desde entonces, cada vez que veo las imágenes, echo de menos Thiaroye.